Como dio cuenta José Emilio Pacheco cuando Sergio Pitol recibió el entonces llamado Premio Juan Rulfo en 1999, su obra inició con la publicación de “Victorio Ferri cuenta un cuento”, relato que Juan José Arreola habría de incluir en sus Cuadernos del Unicornio. Ese y “Tiempo cercado” serían los primeros cuentos a los que se les irían añadiendo y modificando otros por un largo periplo de publicaciones. Pacheco las enlista: Infierno de todos (1965), Los climas (1966), No hay tal lugar (1967), Asimetría (1980), Cementerio de tordos (1982) y Cuerpo presente (1990), entre otros. De ellos, Pitol hizo una selección personal bajo el título Los mejores cuentos (2004) que apareció a través de Anagrama con un prólogo de Enrique Vila-Matas (que puede leerse aquí). Por supuesto, Pitol fue mucho más que un cuentista: su obra, como ensayista, novelista y traductor, hoy ocupa un espacio central no sólo en nuestras letras, sino en la lengua española.
Como lo hizo con Carlos Monsiváis, Margo Glantz o Mario Bellatin, Pitol sostuvo una correspondencia literaria, a veces ficcional e intrincada, con Vila-Matas, siempre mediada –como da cuenta el prólogo a ese volumen de cuentos– por el viaje y la atención a las literaturas de otras latitudes. Si una impresión perdurará en torno a Pitol será esa. En palabras de Antonio Ortuño: “Pitol fue un excéntrico en las letras mexicanas. Un cosmopolita. Su conocimiento de literaturas poco o nada conocidas acá y su larga estancia en tierras europeas le dieron un universo de referencias propio, desmarcado de los discursos hegemónicos en la narrativa y el ensayo mexicano de su tiempo. Fue un autor que abrió un camino singular. Eso me parece cardinal para entender su obra”.
No puede obviarse, en este sentido, la férrea labor que tuvo Pitol desde los sesenta como traductor, y que recientemente en nuestro país se ha vuelto a valorar a través de la colección “Sergio Pitol traductor”, dirigida por Rodolfo Mendoza, y que se distribuye a través de la Universidad Veracruzana. Títulos de Henry James, Conrad, Chéjov, Ford Madox Ford, Jane Austen, pero también Witold Gombrowicz, Ronald Firbank, Kazimierz Brandys o Luigi Marbela, fueron algunos de los más de cincuenta libros que Pitol presentó a los lectores mexicanos. De nuevo Pachecho: “Como para Borges y Cortázar, la traducción ha sido para Pitol la mejor escuela y el mejor ejercicio literario. A nosotros lectores nos ha hecho el regalo de novelas, cuentos y ensayos que no son nada más equivalentes aproximados, sino verdaderos textos en castellano”.
El profundo conocimiento que tuvo Pitol sobre otras literaturas, especialmente aquellas de la Europa Central, no se hubieran dado sin su carrera como diplomático (al menos materialmente), pero tampoco sin su espíritu nómada. Al respecto, David Miklos comenta: “Pitol era, sobre todo, un viajero. A bordo de un tren en algún sitio de Europa Central, a la mesa de un café en Barcelona o Coyoacán, sentado en el sillón de su biblioteca en Xalapa, Pitol siempre estaba en movimiento. Era un hombre de letras y, al mismo tiempo, era la encarnación de cierto tipo de literatura, una que no le teme a lo vivido por el yo ni a las ficciones derivadas de dicha experiencia. Si hay un libro perfecto en nuestra literatura, ese es El viaje (2000) de Pitol: la destilación de lo que emprendió en su opus magnum, El arte de la fuga (1996)”.
Sobre su carrera como diplomático y el vínculo con su obra debemos volver al recuento que hace Pacheco: “Su carrera diplomática se inició en Belgrado, pero renunció por la matanza de Tlatelolco y se estableció en Barcelona, primero en las condiciones angustiosas que narra en su ‘Diario de Escudellers’ y después como traductor de las grandes empresas del libro y director de series en la nueva editorial Tusquets. Allí terminó su primera novela, El tañido de una flauta. Era la publicó en 1973 pero, aunque recibió un Premio Rodolfo Goes que no se volvió a dar, tardó mucho en ser reconocida. Estuvo en Inglaterra, regresó a Varsovia, trabajó como agregado cultural en París cuando Carlos Fuentes era embajador. Tras un año en Budapest, pasó a Moscú. El encuentro con los escenarios de su predilecta literatura rusa deja su huella en varios ensayos de La casa de la tribu. En 1983, fue designado embajador en Checoslovaquia y empezó el gran reconocimiento en su país…”.
Es un punto poco comentado, ahora tal vez olvidado por el lugar innegable que ya ocupa, pero la obra de Pitol durante mucho tiempo fue más o menos secreta, relegada al lugar de los autores “raros”. Cada vez se lee y estudia más la obra de Pitol, y no sólo en México, pero si se trata de una voz singular se debe, precisamente, a que durante muchos años escribió a la sombra, por un impulso personal. A propósito de la aparición de Tríptico de carnaval (con el que Anagrama reunió tres de sus novelas más conocidas, en 1999), Roberto Bolaño señaló esa característica de Pitol, a quien entonces veía como un “escritor secreto y a menudo inclasificable. ¿Por qué secreto? Porque Pitol, a diferencia de Carlos Fuentes y de otros contemporáneos suyos que gozaron de las mieles del boom, se mantuvo siempre un poco más allá, tanto en su producción, que en México no tiene par y que en el ámbito de la lengua española sólo es parangonable a la de muy pocos […] Su lejanía jalonada por múltiples viajes y errancias a lo largo y ancho del planeta, o su presencia que de golpe constatamos que es una ausencia, han dado como resultado una figura que si bien es admirada por los pocos que tenemos la fortuna de frecuentar su obra, también resulta desconocida para la mayoría, una sombra enorme a la que se le reconocen ciertos méritos, pero a la que se esquiva como a un erizo en medio del camino”.
Tal vez la apreciación de Bolaño ya no se sostendría hoy en día: como novelista, cuentista, traductor y, especialmente, como uno de los escritores más inventivos en nuestra lengua en el género del ensayo y los textos colindantes con la memoria, Pitol mantiene su vigencia. Su ausencia arroja ahora una sombra enorme, sí, pero por la magnitud de su obra.
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