La impresionante transformación reciente de la música popular española (incluidas sus polémicas, ver LT 131) puede resumirse, curiosamente, en tres canciones que inician tres álbumes recientes de tres jóvenes exponentes: “No hay tanto pan”, el primer corte de Domus (2016), de Silvia Pérez Cruz; “Si tú supieras, compañero”, tema con el que comienza Los Ángeles (2017), de Rosalía; y “Soledades de la pereza”, inicio del reciente Antología del cante flamenco heterodoxo (2018), del Niño de Elche.
Silvia Pérez cruz nació en 1983. El Niño de Elche en 1985. Rosalía en 1993. Desde la sociología o la política se podrían explicar, tan sólo con sus años de nacimiento, muchas de las características de su música; podría acudirse, tal vez, a la crisis económica española reciente para dibujar un punto de inflexión; podría incluso describirse, en un panorama más orientado a lo estético, el encuentro de la tradición flamenca con otras músicas para intentar dar cuenta de sus transformaciones. Y aún así, mezcladas todas estas explicaciones, estaríamos trazando apenas la mitad de la historia. Es curioso que pongamos atención en la manera en que el mundo configura una obra artística… pero no nos detengamos en lo que esa obra hace, tanto en lo que sintetiza (porque esa síntesis es activa) como en su potencia de transformación, en los enunciados que articula y devuelve al mundo. En este caso:
“No hay tanto pan” representa un suelo inicial. Con una temática decididamente política, alrededor del tema puntual de los desahucios pero con resonancias mucho más amplias, Pérez Cruz construye una narrativa coral. Junto a frases que podrían pasar por consignas (“es indecente, gente sin casa, casas sin gente”) o por opiniones vertidas en la plaza pública (“¡estoy agotado!”), la catalana establece un contrapunto intimista: es como si una marcha hubiera entrado a la canción, pero la canción, a su vez, hubiera reorganizado sus energías.
En la entrevista que la cantante mantuvo con La Tempestad en septiembre de 2016, explica: “reflexioné mucho sobre cómo plantear este tema porque no quería caer en un acercamiento panfletario, quería ser justa y ponerme en la perspectiva de la gente que sufría el proceso. El punto de partida fue una frase que se ha cantado en muchas marchas: ‘No hay pan para tanto chorizo’ (en España, se le llama “chorizo” al ladrón). Me gustó mucho la idea de que, al no terminar la frase, se abría un imaginario muy distinto, incluso por la connotación religiosa del ‘pan de cada día’. Con esa frase en la cabeza comencé a buscar imágenes y versos. Es la canción que más me costó pero a la vez es de la que estoy más orgullosa. Me he dado cuenta que la gente necesita himnos de actualidad y la música puede ayudar a decirlos directamente”.
En los comentarios de YouTube (muy útiles para medir el pulso público alrededor de una obra) a la canción, aparece una pregunta clave: ¿cómo una canción tan reivindicativa puede ser a la vez tan dulce? Tal vez la explicación de Pérez Cruz dé un norte: un estado de tensión sin resolver entre los signos que articulan una situación política y los que la dispersan poéticamente.
“Si tú supieras, compañero” establece otro horizonte, mucho más próximo, pero igualmente permeable: comienza con una voz infantil recitando la letra de “Toma este puñal dorao”, versos de Rosario Monje, popularizadas por Carmen Linares, y ampliado por la propia Rosalía hasta otros registros, mucho más expresivos. Se inaugura una especie de diálogo intergeneracional: un niño y una joven frente a frente con una tradición enorme. (“¿Es Rosalía, remontándose a su propio aprendizaje de los lenguajes del flamenco de la mano de su maestro? ¿O somos cada uno y cada una, dispuestas a aprender de su mano estos lenguajes?”, se pregunta por su parte el crítico Pablo Linares). El diálogo más interesante, sin embargo, por su ambigüedad, lo establecen los glissandi de las cuerdas al final de la canción, cuando guitarra y voz han callado: nerviosas, transitando por tonalidades extrañas, conforman su propio pueblo, una colectividad sonora con un discurso más abierto a los significados. ¿Cómo se relacionan esta voces con el momento político español? ¿Con las voces efectivas, y reivindicativas, de un tema como el de Silvia Pérez Cruz? ¿Qué pueden reivindicar las cuerdas?
Con la publicación de la Antología del cante flamenco heterodoxo, el Niño de Elche da un peculiar salto cualitativo. En su reseña del álbum, Fernando Neira lo resume así: “Parecía con Voces del extremo (2015) que Niño de Elche era un cafre, un provocador, un bala perdida. Y qué va. Terminaremos asociando aquello con una cándida colección de arrullos si lo comparamos con algunos de los ingredientes que confluyen en Antología del cante… Este Niño de 2018 seguirá horrorizando a muchos puristas, pero puede que ahora desazone también a los urbanitas modernos que le saludaron como un friqui asimilable. Contreras ha querido optar por una suerte de quejío dislocado, un grito que duele y seca la saliva, que desbarata cualquier composición de lugar previa. No hay asideros en esta antología documentadísima y desconcertante, vanguardia empapada de tradición ignota, experimento de y para valientes”. Es decir, cuando su vena experimental parecía provenir de lo externo, de lo lejano, Francisco Contreras repasa (a su manera, es cierto) el núcleo mismo de la tradición, ¡y lo encuentra aún más extraño!
Haría falta un examen más amplio solamente de este trabajo, pero creo que habrá tiempo porque será un álbum que trascenderá su época; por el momento, y para redondear este recorrido, concentrémonos en “Soledades de la pereza”. Primer corte del álbum en el que, como en Rosalía, se filtra una voz: no la de una niña, sino la de una anciana. Diríamos aquí que el círculo se ha cerrado, pero esto no es un círculo: se asemeja a una espiral nerviosa que elude las formas fácilmente reconocibles. Tras la voz a punto de quebrarse de la mujer, y en un entorno electrónico minimalista donde no se divisa instrumentación alguna del flamenco, el Niño de Elche canta con profundidad y articula un paisaje autónomo.
Tres puntos de partida, múltiples presencias: arcos generacionales, voces disruptivas, cuerpos en la plaza pública, espectros de un país. Todos eso coincide en tres canciones que juntas apenas superan los 15 minutos, pero que, en esa duración, pueden reorganizar tal cantidad de signos al punto de conformarse, por derecho propio, como presencias activas en el escenario político-estético (aquí inseparables) de un pueblo.
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