Arrojar una piedra, incendiar un coche, secuestrar un autobús o un avión lleno de pasajeros y escribir un manifiesto pueden ser acciones políticas. Esos actos pueden adquirir ese matiz siempre y cuando se arrojen mil piedras y se incendien mil coches (Ulrike Meinhof), el secuestro se realice con una violencia precisa únicamente para expresar una necesidad social y el manifiesto encarne una convulsión revolucionaria. Escribir un manifiesto, probablemente, es la tarea que requiere mayor profundidad, en tanto que éste, se espera, largará múltiples raíces, crecerá bajo tierra para luego romper el suelo. Y no sólo eso: es indispensable, sobre todo hoy, que un manifiesto se escriba con frases que rechacen la articulación del poder, e incluso el buen gusto y la moral. Para el escritor francés Bernard Noël, por ejemplo, la manifestación más radical de la indignación de un preso político o del censurado es corporal: cagarse frente al presidente del jurado. Así lo dice el autor francés en su texto El ultraje a las palabras (1975): “¿Cómo encontrar un lenguaje inutilizable por el opresor? ¿Una sintaxis que vuelva picantes las palabras y desgarre la lengua de todos los Pinochet? Escribo. Tengo gritos metidos. No hay poder liberal: sólo hay una manera más hábil de metérnosla”.
En Inventar lo posible. Manifiestos Mexicanos Contemporáneos, Luciano Concheiro, compilador del volumen, advierte en el primer punto de su teoría del manifiesto: “Sobre todo, destruir y violentar –pero sólo para terminar construyendo–. Si se la mira a la distancia, es fácil descubrir que el manifiesto es una ráfaga creativamente destructiva y destructivamente creativa”.
Para el ensayista Concheiro, en el contexto actual en el que estamos sitiados por el vacío presentista y acelerado, un manifiesto “más que una declaración de principios, es un texto de combate que propone un futuro mejor”. Y un gran número de los sesenta manifiestos publicados rozan con la idea del progreso y otros invocan directamente la revolución, aunque la mayoría dan la impresión de estar suspendidos entre la acción poética y el paisajismo de inconformidad política. Existe a lo largo del volumen –diseñado por Santiago da Silva– una confusión de géneros: hay manifiestos que no son manifiestos, sino ensayos o poemas, y no es que se pida pureza de género, sino que claramente mucha de la potencia ideológica del manifiesto radica en su estructura. Aunque también: enlistar ideas no es propiamente, tampoco, un manifiesto. Es posible que las colaboraciones mejor logradas, las más impresionantes, porque las hay, sean las propuestas de escritores cuya materia prima, precisamente, es el lenguaje escrito. De ahí que los manifiestos de Gabriela Jáuregui, Carlos Velázquez, Cristina Rivera Garza, María Rivera, Ana Emilia Felker, Karen Villeda, Aline Hernández, Emiliano Monge e Ingrid Solana, sean los más contundentes en su declaración; sin embargo, escritos con la misma habilidad literaria y ensayística, los textos de Abraham Cruzvillegas, Daniel Rubalcava, María Sosa, Juan Caloca, Gisela Pérez de Acha, Antonio Martínez Velázquez y Paloma Contreras aportan el candor de las imágenes de las no muy lejanas explosiones que permitirán inventar –o reinventar– lo posible.
En esta época –en la que un tuit es un manifiesto público unipersonal archivable– son bienvenidas las propuestas editoriales que encarnen, como escribe Douglas Rushkoff en Present Shock, “profecías que ya no se sientan como descripciones del futuro, sino como guías para el presente”. Las raíces del No Future, quizá el último gran manifiesto –no solamente punk– del siglo XX, aún pueden romper el suelo.
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