Hay tres posibles formas de acercarse a la obra de Andy Warhol. La primera es la del público masivo (el turista de tour) que se toma su selfie (si lo dejan) y pasea entre piezas aparentemente divertidas y fáciles que reflejan los productos y las personalidades de la cultura de masas, como las pinturas que copian las etiquetas de la sopa Campbell’s o los cientos de retratos del revolucionario comunista chino Mao Zedong, maquillado con colores brillantes y planos imitados hoy en varias aplicaciones celulares.
La segunda es descubrir la densidad de las obras y darnos cuenta de que el artista, al apropiarse y retomar imágenes difundidas en los medios, no sólo modificó para siempre el valor de la obra de arte –que se liberó definitivamente de los yugos de la belleza, la originalidad o la genialidad de un autor–, sino que ironizó sobre un estilo de vida falsamente idílico basado en el consumo voraz de información, imágenes, bienes y personas, como Marilyn misma. Recordemos que Warhol satirizó el ultraconsumismo utilizando sus propias armas, sólo que el sistema rápidamente absorbió la intención crítica de su obra y la mercantilizó. Cualquier tienda de museo donde podamos comprar un abrebotellas con el diseño de la caja de jabón Brillo debería hacernos reflexionar sobre el aplanamiento de la cultura que el propio Warhol estaba criticando.
Esta segunda vía abre la puerta a la tercera forma de acercarnos a Warhol: dejarnos permear por su obra para revisar los rastros de su influjo tanto en los modos en que consumimos información como en las mismas corrientes artísticas de la escena local. ¿Cuál es el sentido, entonces, de exhibir a Warhol en México, en el Museo Jumex, santuario del arte contemporáneo y cuya arquitectura de reminiscencias industriales podría remitir por cierto a una especie de factory de acero, cristal y mármol beige?
No es casualidad que las primeras obras que abren la muestra Estrella oscura en el último piso del edificio de David Chipperfield sean precisamente el enorme grafito sobre lino de una máquina de escribir (Typewriter 2, 1961) y la pintura de gran formato de un teléfono negro con cable y auricular (Telephone 4, 1962). Estas tecnologías que hoy llamamos vintage son las máquinas que marcaron la comunicación de su tiempo. Visionario o no, actualmente ambos artefactos coexisten en uno solo, el teléfono celular, dotado además de Internet y provisto de cámara fotográfica para copiar y registrar todo lo que se nos cruce por delante. Probablemente al propio artista, cuya pieza más poderosa fue construirse a sí mismo emplazado en su estudio de paredes plateadas (la famosa Factory), le habría encantado jugar con una aplicación que “warholizara” cualquier cosa en un smartphone. Todo lo que creemos necesitar está en este aparatito que ha democratizado la comunicación (según creen quienes viven en su encantamiento). Consultar, registrar y compartir desde el celular es gratis a cambio del tratamiento de nuestros datos, disfrazado, como reza Google en sus políticas de privacidad, de una “experiencia personalizada” que en realidad nos convierte en consumidores de menú. El consumo (y sus víctimas) es al fin y al cabo el gran objeto de estudio de la obra de Warhol. Más de medio siglo después, ¿dónde emplazamos, entonces, nuestra ruptura en esta sociedad consumista?
Warhol plantea esto mismo en Where is your Rupture? (1961), la obra donde se reapropió por primera vez de las imágenes de la publicidad, en este caso proyectando, calcando a mano y descontextualizando un anuncio de periódico donde se señalaban con flechas los ocho puntos de dolor de un torso. Esta especie de mantra es una clave para acercarnos a su obra, pero también podríamos aplicarla a nuestra forma entender la tecnología y el arte de nuestros días. ¿Hemos evolucionado y somos más libres, por ejemplo, que los consumidores de la época de Warhol? Depende. La respuesta oscila entre el empleado que recibe (y contesta) un mensaje de Whatsapp de su jefe en plena madrugada y el artista que utiliza la inmediatez de la cámara de su teléfono para su proyecto personal. El problema no es la tecnología sino el marco conceptual en el que ésta se utiliza.
De hecho, una de las trampas de la modernidad (y de la globalización tardocapitalista, que es su último eslabón) es, como ya expresó Walter Benjamin hace casi un siglo, confundir el progreso de la humanidad con la actualización tecnológica. El progreso tiene que ver con ser más libres, y es independiente de los avances científicos. Por ejemplo, la llegada civilizadora de la electricidad también engendró en Estados Unidos la silla eléctrica con la cual eliminar a los ciudadanos que desobedecían las normas. Una buena parte de Estrella oscura se concentra, precisamente, en las series donde Warhol retomó imágenes de prensa que reflejaban todo tipo de desastres de la vida urbana con cierto toque irónico, desde el accidente de una ambulancia hasta el cuerpo sereno de Evelyn McHale tras suicidarse desde el Empire State. Entre todos estos disasters, la curaduría de Douglas Fogle confiere protagonismo a la serie que muestra la silla eléctrica en la que fueron ejecutados los esposos Rosenberg, acusados de espionaje en Estados Unidos. En Orange Disaster #5 (1963) esta silla desterrada de cualquier vestigio humano en una sala vacía se repite quince veces sobre un fondo naranja. Cerca cuelgan los retratos de frente y de perfil de John M. y Frank B. de la serie 13 Most Wanted Men (1964), construida a partir de la apropiación y la ampliación de la lista de delincuentes publicada por la policía de Nueva York en un alarde estadounidense de convertir a los ciudadanos en vigilantes de la ley. Cualquier relación con los actuales “vigilantes” cazadores de migrantes de la frontera con México no es gratuita.
Mirando con atención los quince minutos de fama de estos “hombres más buscados”, considerados infames para el sistema pero a la vez parte del consumo masivo de imágenes, encontramos una relación oscura con las célebres piezas de Marilyn Monroe o Jackie Kennedy, las musas de Warhol, las mujeres más famosas y deseadas de la época. Aunque parecen ser obras que homenajean el culto a la personalidad, también se relacionan con la muerte y la desgracia: Warhol retomó y convirtió en icono a la rubia Marilyn sólo después de que ésta se suicidó, y se apropió de las fotografías de prensa de Jackie Kennedy tras el asesinato de su marido. Estrellas y desdichadas a la vez, estas mujeres aparecen, siempre con variaciones, en copias serigráficas que van desde la mayor definición hasta quedar desdibujadas como si fueran fantasmas. Así, los labios de Marilyn, recortados de su rostro y repetidos 156 veces en los paneles que integran la pieza Marilyn Monroe’s Lips, dejan de ser sensuales y vibrantes para convertirse en borrones, casi en manchas grotescas.
¿Warhol suscita algo en México que no nos haya dicho ya en otras latitudes? En la tradición del collage de Duchamp, pero también de Warhol, muchas obras de arte contemporáneo de la región se han apropiado de imágenes de prensa local o repositorios de Internet relacionadas con la violencia, como Velatorio Acapulco, del colombiano Andrés Orjuela, o los trabajos sobre Ayotzinapa de los mexicanos Rafael Lozano-Hemmer y Ambra Polidori. Otras piezas basadas en los medios han abordado los vínculos entre fama, muerte y política, como la serie Genealogía de un partido, donde Diego Berruecos recopiló cientos de esquelas publicadas en prensa después de la muerte inesperada, en 2007, de Mónica Pretelini, la esposa de Enrique Peña Nieto cuando éste era gobernador del Estado de México. A diez años de distancia, las condolencias de empresarios, políticos y particulares de apellido compuesto muestran las relaciones de pleitesía con el futuro presidente.
El arte pop de los sesenta, cuyo principal exponente, aunque no el único, fue Warhol, originó en el público masivo un imaginario superficial consumido a un nivel muy elemental que impide comprender su auténtica aportación. Pero a la vez abonó a una tradición iniciada en las vanguardias de mirar la cultura visual con sospecha. Artistas y públicos, si logran leer a Warhol entre líneas, pueden hallar claves para abordar críticamente los medios, la publicidad, la tecnología y el poder, algo que difícilmente puede hacerse –antes y ahora– desde el clasicismo y el arte académico.
El texto apareció publicado en La Tempestad 124 (julio de 2017)
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