La de Gonzalo Aloras es una carrera peculiar: en una época de producción generalizada incesante, ha publicado apenas cuatro álbumes en un par de décadas de carrera; seis, si contamos su debut con el grupo Mortadela Rancia en 1994 y la banda sonora de ¿De quién es el portaligas?, la película de 2007 de Fito Páez, en la que además actúa. No se trata de una limitante creativa, técnica o productiva; Aloras ha defendido, además de una velocidad artesanal de producción, una resistencia al presente, es decir, una amplitud de miras que permita salir de lo coyuntural para encontrar lo poético. En esa amplitud cabe también su visión de la política y de la historia, en este caso, estrechamente ligadas a lo musical. Es decir, en Aloras la política no se expresa en consignas, sino que gravita en torno a la propia sustancia musical. En ella se desarrolla, también, un pensamiento fértil.
Revisemos algunas partes de su texto “La música que baila” –que publicamos en el número 112 de La Tempestad, como parte del dossier “La rebelión alegre”– porque en ellas se filtra mucho de su ética de producción:
“Pienso que la música más extraña, más compleja, misteriosa, inaudita, la más desconocida, la música que produce en nosotros la mayor extrañeza, es la música más alegre.
Pienso que la música que no es difundida porque no puede ser catalogada, o porque no se corresponde con los cánones que el presente sobrevalua, es la música más alegre.
Pienso que los autores más trágicos, extraños, misteriosos o encriptados son los más alegres.
Pienso que la música que logra esquivar las formas, los centros, los rostros, los géneros, es la música más alegre.
Siento también que la música más alegre que personalmente he podido hacer es aquella de unos pocos compases, aquella que no ha querido ser más que un poco de música improvisada, al paso, jugando con el azar y sin intenciones de trascendencia”.
Me interesa recalcar el vínculo que Aloras suele realizar entre la complejidad del pensamiento y los formatos ligeros para vehicularlos (su música, aunque abreve de fuentes disímiles –en ese mismo ensayo se refiere a los casos de Prince, David Bowie y Pierre Boulez– siempre ha transitado por el pop). Sus canciones son la prueba fehaciente: desde 1994 ha construido, pacientemente, esta síntesis. Hay que recordar un tema como “Avepez” de su disco debut:
O, ya en su etapa solista, un tema raro y entrañable como “Trola Cocacola”, del disco Algo Vuela (2000), con fragmentos de poemas de Cachilo, un vagabundo rosarino:
O “Bye Bye Uruguay”, de 12 (2012), junto a su hermano Rodrigo –de quien, por cierto, el año pasado produjo el EP Quizá no lo soñé, una especie de álbum-espejo de su carrera.
Desde la primera escucha, Digital se reivindica como un ave rara. Realizado mayormente con sintetizadores, es un trabajo electrónico, a veces casi tecno, que sin embargo tiene la densidad musical de sus obras anteriores. Más que un corte abrupto con la genealogía de la que Aloras es un heredero directo, parece una nueva capa de sentido para experimentar (además, ¿no fue el propio Spinetta quien, en 1986, publicó un disco como Privé, también definible como pop electrónico?). Aloras decide distanciarse de sus influencias más obvias (incluso un tema como “Olvídalo” lo dice explícitamente) para ampliar, un poco más, su mirada. Creo que, incluso, por primera vez se quita esa imagen de “alumno” (que lo beneficiaba pero acaso también limitaba su margen de acción) y construye un lugar propio desde territorios extraños.
Digital, podríamos decir, es un reflejo de su carrera entera, en el sentido de que funciona como una superficie lisa y brillante, donde sus canciones pasadas encuentran nuevas formas y se reconfiguran en nuevas imágenes. «La música alegre», agregaba en aquel texto, «es la que se puede bailar; o mejor, es la música que baila. Cuando la música es alegre, por su estilo y por su gracia, despegamos del suelo, y burlamos la gravedad del tiempo y del espacio. Porque la música alegre es liviana y nos alivia. Compleja o simple», insiste, «pero alegre y liviana».
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