martes, 9 de enero de 2018

Alrededor de Rosalía

A la distancia, la discusión que en España ha suscitado la figura de Rosalía Vila parece extraña, por decir lo menos. La cantante catalana, que el año pasado publicara el destacado álbum Los Ángeles, ha estado en el centro de un debate, animado en gran parte por la tuitera Noelia Cortés, que la acusa de apropiacionismo cultural. Es decir, de usar un lenguaje marginal, como el de los gitanos, con sus gestos y giros particulares, desde una posición privilegiada, central, para ganar así un halo de legitimidad.

Se antoja demasiado fácil refutar semejantes argumentos como reaccionarios (sobre todo después de que han pasado aproximadamente cuarenta años desde la publicación de discos como El origen de la leyenda, de Lole y Manuel, o La leyenda del tiempo, de Camarón de la Isla; verdaderos sismos para la pretensión de pureza del flamenco), pero el caso es que, a juzgar por la cantidad de comentarios que han generado, parece que los argumentos de Cortés han tocado una fibra social especialmente sensible.

“¿Por qué he decidido hablar del personaje Rosalía? […] La pregunta es clara: ¿cómo es que la industria discográfica venera con tanto ímpetu el disco Los Ángeles? ¿Por qué Alba Molina o Rocío Márquez no tienen tanta repercusión?”.  Se pregunta Cortés. “¿No habrá algo de antigitanismo y antiandalucismo en la industria que tanto la venera?”. No pretendo, por supuesto, contestar semejantes preguntas, porque haría falta un recorrido histórico cuyos principales referentes desconozco. Pero al menos puedo proponer que la pregunta no tiene la claridad que presume; al contrario, creo que pierde perspectiva por querer ser frontal.

Es decir, en la exposición desmedida de Rosalía no se trasluce necesariamente un antigitanismo, más allá de que Alba Molina pueda presumir, a diferencia de la catalana, de estirpe familiar (es hija de Lole y Manuel); o de que Rocío Márquez haya realizado un álbum formalmente más respetuoso, que no tradicional, y acaso más destacado como Firmamento.

Cortés propone otro argumento: “El flamenco siempre fue una revolución, una resistencia política y un lugar de colectivizar la supervivencia. Por eso hay que tener respeto por los símbolos y por los personajes ancestrales de este arte que recuerda”. Lo cual nadie duda, pero ésta tampoco es una razón para defenestrar a Rosalía. Llegamos a un punto muerto: Cortés parece sugerir que el respeto por los símbolos de una tradición sólo se puede lograr mediante credenciales identitarias. Pero, en verdad, semejante visión condena a la esterilidad aquello que pretende defender.

¿Debemos por ello aceptar cualquier fenómeno que la industria pretenda ensalzar como heredero de una tradición de símbolos y personajes fuertes como el flamenco? Tal vez la pregunta esté mal planteada: y es que a la industria no le importa si tal o cual acto es un sucesor legítimo de tal o cual tradición, sino qué discurso debe articular para ensalzarlo (como si el aura legendaria de Camarón de la Isla, por ejemplo, no fuera explotada por Universal para vender más discos). En resumen, en la discusión se intercambian libremente, y por lo tanto se confunden, cuestiones estructurales, raciales y estéticas.

No es que la realidad ofrezca separadamente estas cuestiones, o que no sean deseables análisis que las entremezclen y en el proceso las politicen, sino que estos panoramas generales siempre admiten matices. Podríamos decir: aunque la industria caricaturice tradiciones musicales enteras, como de hecho lo hace, no por ello cualquier artista que la industria abrace es una caricatura de la tradición. O: aunque haya músicos que se apropien de herencias y símbolos, y de las luchas políticas que encarnan, como de hecho algunos lo hacen, no por ello cualquier músico que visite una tradición ajena, lo hará con las intenciones del vampiro. Etcétera. Aunque sea cierto que, hasta cierto punto, Rosalía se ha vuelto funcional a una industria desesperada por anunciar cada semana la próxima revolución musical, no por ello Los Ángeles es una obra menor, ¡o irrespetuosa!, al contrario: se trata de un álbum que ofrece giros interesantes, frescos, en el camino de una tradición de por sí rica.

¿Antigitanismo en la industria? Seguramente, pero no de la forma hipersimplificada que propone Noelia Cortés. El problema, creo, es más amplio: siempre que la industria encumbra a un músico, oculta, consciente o inconscientemente, a otros tantos. Siempre que los medios alrededor de esa industrian inundan de superlativos a un artista, se ahorran el problema de mapear sus influencias y equilibrar, por tanto, su panorama. Siempre que intentan hacer de un personaje el portavoz de una tradición, pasan por alto, precisamente, sus momentos políticos, de reordenamiento, de agazapamiento o de lucha (por otra parte, no es cierto que el flamenco “siempre haya sido una revolución”; como cualquier género, tiene agentes tremendamente conservadores).

Y entonces, para no jugar el juego de esa industria y de esos medios, sospecho que no debemos concentrarnos en defenestrar a una cantante, sino en rastrear los innumerables y complejos movimientos a su alrededor. Es decir, su caso nos puede servir para hacer palanca y abrir los abrir los oídos a otros artistas (sobre todo los de una tradición, como el flamenco, que, al menos en México, es muy desatendida): y entonces pueden aparecer las ya mencionadas Rocío Márquez y Alba Molina, pero también Silvia Pérez Cruz o el Niño de Elche. Y un poco antes, Estrella Morente y Carmen Linares. Y antes, Dolores Montoya o Raimundo Amador. Y más atrás: La Niña de los Peines o El Agujetas. Y así, sucesivamente, hasta el infinito. Que no sabe de credenciales.



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