Hay libros que nacen muertos. Esto sucede más menudo con los libros de arte, sobre todo con los que se editan para una exposición, para revisar la carrera de un artista o como crónica de un proyecto. ¿A qué me refiero con libros muertos? A los volúmenes redundantes, a las versiones impresas de eventos preexistentes: en una página la imagen de una obra de arte, en la otra el texto sobre esa obra de arte; en una página el retrato de un artista, en la otra la reproducción de una entrevista aparecida en algún medio; en una página la vista de una exposición, en la otra una nota de prensa; en las primeras páginas, como introducción al libro muerto, varios textos escritos por curadores sobre la obra de tal artista, algunos de ellos rescatados y traducidos. Los libros muertos son libros cerrados, como atúdes, cuyos contenidos van empolvándose y descomponiéndose con el paso del tiempo. Y no es que haya algo malo en estar muerto o podrido, la muerte es otra forma de existencia. Y si es que hay libros muertos, también encontramos los libros vivos: pensemos en los ensayos o en las críticas de arte, textos perfectibles, que tienden a ser falibles, que muchas veces rozan el borde del precipicio, esos son los libros más libidinales. Otro tipo de libro vivo es aquél que se edita de manera colectiva, en talleres de edición, que surge de la mutación de los contenidos originales. Donde la entrevista original después de un tratamiento editorial interdisciplinar deviene dibujos o textos de ficción, por ejemplo, en formas de comunicación distintas. Pero estar vivo tampoco es garantía de estar mejor que muerto.
En una dimensión más bien zombi aparece Dispersión, un libro a veinte manos, editado por Eva Posas, que nació de una investigación conducida por Juan Caloca y Homero Fernández en 2015. El proceso fue algo más o menos así: a lo largo de un año Caloca y Fernández se reunieron con decenas de artistas en diferentes ciudades del país, después aplicaron un cuestionario “con el afán de reconocer cuales eran las temáticas, condiciones sociales y conceptos alrededor de sus practicas artisticas”. Las 135 entrevistas finales fueron analizadas por un equipo de editores invitados, que convirtieron la base de datos oral original en poemas, mapas mentales, relatos, estadísticas, textos psicoanalíticos y otros contenidos escritos. Este proceso de mutación editorial tomó un año, los colaboradores fueron Anni Garza Lau, Diego Salvador Ríos, Daniela Cruz, Diego Beauroyre, Eva Posas, Homero Fernández, Juan Arturo García, Juan Caloca, Luciano Concheiro, Sandra Sánchez, Víctor del Moral y Valentina Jager.
Dispersión es un libro vivo, como el monstruo de Frankenstein, a ratos torpe, a ratos inteligente. El trabajo de edición coral detrás de Dispersión es sorprendente, los materiales y los colaboradores fueron muchos y todavía más los artistas alcanzados dentro, y sobre todo fuera, de la Ciudad de México. Dispersión es una caja de resonancia para las ideas de artistas mexicanos que de otro modo no figurarían en un libro de tales dimensiones.
Dispersión es un proyecto editorial, bellamente diseñado, publicado por la Fundación Alumnos 47.
El archivo digital de Dispersión se puede consultar en www.alumnos47.org.
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