De inicio, un método, el que propone Sandro Mezzadra en La cocina de Marx: «La condición para reabrir el archivo marxista es la suspensión, la desactivación de las reglas de enunciación y de los procedimientos que han regido su formación». Para volver a leer El capital –es decir, para leer una obra-sistema, con su categórica lógica interna– hace falta desactivar sus reglas, pero antes, por supuesto, es necesario inventar esos métodos de desactivación.
Leer El capital es, en realidad, volver a leerlo, aunque nunca se haya hecho. Nuevamente Mezzadra: «[El marxismo] no sólo fue un edificio de pensamiento: fue también una fuerza material que ayudó a construir el mundo que habitamos». Cada nuevo síntoma de que el capital reina es, a la vez, una reafirmación del diagnóstico marxista. Y es que el marxismo también construyó nuevas formas de no-soportar-más la realidad y de intuir o presentir que cada grieta abierta es una posibilidad de sustracción de su poder ideológico.
«La realidad misma ya es ideología. Hay que criticar los conceptos centrales, ya existentes, que aparentemente vienen de la realidad misma, pero de una realidad formada por el capitalismo», ha dicho Stefan Gandler. Un pensamiento marxista –es decir, imposible sin sus artefactos.
Sacudir el mundo también significa sacudir el archivo marxista. ¿Cómo hacerlo? Reivindicaremos, aquí, la figura del lector –por encima, naturalmente, de la del académico, pero también de la del militante– como agente privilegiado para descomponer y recomponer los signos de su entorno. Sobrevuela, entonces, una pregunta más amplia: ¿existe la figura del lector radical?
Dos intuiciones de Gaston Bachelard: «Las palabras toman otras significaciones, como si tuvieran el derecho de ser jóvenes». Y también: «Lo minuciosamente anotado daña el ser profundo del recuerdo». Las palabras, para rejuvenecer, también requieren espacio, entre las páginas o en el pensamiento, es decir, en cualquier superficie material de inscripción. Para la imaginación, la construcción sistemática puede significar, primero, una reducción inmanente de espacio y, por lo tanto, una drástica disminución de significados.
«Te equivocarías si pensaras que yo “amo” los libros –le escribió Marx a su hija Laura en una carta fechada en 1868–, soy una máquina condenada a devorarlos para vomitarlos de una forma nueva, como abono en el suelo de la historia». Leer sin amor, leer como una condena –con la velocidad de una máquina–, leer para importunarse, para marearse, leer para renovar la tierra. ¿Es éste un lector radical?
Nos aproximamos a El capital, entonces, 150 años después de su publicación, después del marxismo, de sus derrotas y sus renacimientos, y contemplamos un dispositivo inmenso, una maquinaria que religa, a pasos acelerados, economía, filosofía y política. Hay advertencias por todos lados sobre la dificultad del camino, pero también se vislumbran innumerables puntos de entrada.
El lector descubre el cuerpo en El capital. Cada diez, treinta, cincuenta páginas, se dibuja la imagen de un cuerpo –preferentemente de un obrero, pero también de un fantasma– o de una de sus partes: sus manos, sus cerebros, sus poros, sus nervios, sus ojos, sus dedos, sus huesos, sus músculos, su sangre. No exactamente a la manera de una metáfora, sino como un punto de concreción de un recorrido ya materialista. Como una singularización del sistema.
Las intenciones de Marx no son corporalistas (esa es, en gran parte, la miopía de la economía política burguesa: detenerse en los individuos, no explicar la dinámica del sistema); su visión del cuerpo se interna en un plano de inmanencia mayor. Diremos, incluso, que hace un uso estético, en el sentido amplio, de las imágenes del cuerpo. Cuando lo describe, describe una textura o una temperatura, una variación particular de ese plano.
El lector puede extraer esas imágenes como si se trataran de pepitas de oro. Suspender el recorrido lógico del libro. Descomponer, recomponer. Abrir los poros del texto para que el pensamiento respire. En ese nuevo espacio, además, podrá confrontar sus imágenes –poseedoras de una latencia nueva– con imágenes de otros contextos y épocas. Articularlas en nuevos planos.
En el “Prólogo a la primera edición” leemos: «Además de las miserias modernas, nos agobia toda una serie de miserias heredadas, resultantes de que siguen vegetando modos de producción vetustos, meras supervivencias con su cohorte de relaciones sociales y políticas anacrónicas. No sólo padecemos a causas de los vivos, sino también de los muertos. Le mort saisit le vif! [¡El muerto atrapa al vivo!]».
La primera operación es mayúscula: la arena marxista, su propia concepción de la historia, se torna radicalmente sincrónica. Todo lo que pasó, mientras haya dejado su huella material en el mundo, nos sigue pasando. Lo ya concluido gana una válvula de escape donde puede pervivir –el muerto se rehace hasta lo desesperante. Se establece así una nueva temporalidad política, amén de una responsabilidad transhistórica. El sujeto dispuesto a asumirla debe poder vislumbrar también los cuerpos espectrales.
Dice el propio Marx en El 18 brumario de Luis Bonaparte: «La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos». No es lo mismo que nos «agobien miserias heredadas» a que nos opriman el cerebro. La imagen es más fresca, por lo tanto más peligrosa. También más ambigua: ¿cómo oprime una pesadilla? Marx parece adivinar el peso de un pensamiento, pero también su carácter sistémico, independiente de la voluntad del sujeto.
Recordamos las palabras de Simón Rodríguez en Luces y virtudes sociales: «Leer es resucitar ideas sepultadas en el papel. Cada palabra es un epitafio y, para hacer esa especie de milagro, es menester conocer los espíritus de los difuntos o tener espíritus equivalentes para subrogarles». Más huellas del lector radical: la lectura inventaría canales de comunicación entre lo vivo y lo muerto. Además, religaría los tiempos del mundo. ¿Toda lectura tiene algo de religioso?
De vuelta a El capital, capítulo i: “La mercancía”. Marx construye una primera operación de abstracción: «Si hacemos abstracción del valor de uso [de las mercancías}, abstraemos también los componentes y las formas corpóreas que hacen de él un valor de uso. Ese producto ya no es una mesa o casa o hilo o cualquier otra cosa útil. Todas sus propiedades sensibles se han esfumado».
La maquinaria abstracta es funcional, como se verá, a la plusvalía. Las acciones evanescentes deben ser constantes y, sobre todo, poder sistematizarse en lo que Marx llama «trabajo humano indiferenciado». Esa espectralidad conforma una nueva máquina, invisible pero hiperpresente. Se trata de un juego abierto de evanescencia y concreción, donde ésta, sin embargo, debe terminar por subordinarse a aquélla.
Marx lleva esta lógica hasta el extremo: «en contradicción con la objetividad sensorialmente grosera del cuerpo de las mercancías, ni un solo átomo de sustancia natural forma parte de su objetividad en tanto valores [de cambio}». Para estudiar las mercancías –cualquier cuerpo en condición de mercancía–, entonces, se requiere, primero, de un nuevo estatuto de la objetividad y, con él, un nuevo tipo de sensibilidad que aspire a percibirla. Y es que, aunque no podamos ver los valores [de cambio], igualmente nos afectan.
Marx prepara el terreno para uno de los pasajes más famosos de El capital (estudiado célebremente por Derrida en Espectros de Marx): “El carácter fetichista de la mercancía y su secreto”. «Se modifica la forma de la madera, por ejemplo, cuando con ella se hace una mesa. No obstante, la mesa sigue siendo madera, una cosa ordinaria, sensible. Pero no bien entra en escena como mercancía, se transmuta en cosa sensorialmente suprasensible. No sólo se mantiene tiesa apoyando sus patas en el suelo, sino que se pone de cabeza frente a todas las demás mercancías y de su testa de palo brotan quimeras mucho más caprichosas que si, por libre determinación, se lanzara a bailar».
Sensorialmente suprasensible. El nuevo estatuto de los objetos sólo puede expresarse paradójicamente. También podríamos decir poéticamente. Las mercancías, en tanto cosas, son sensoriales, pero en tanto mercancías son suprasensibles. Y tienen comportamientos que, sin una teoría que las materialice –es decir, que las explique desde lo inmanente–, parecen actuar como enloquecidas.
En las mismas páginas Marx ancla su diagnóstico a lo fisiológico cuando dice: «Por diferentes que sean los trabajos útiles o actividades productivas, constituye una verdad, desde el punto de vista fisiológico, que se trata de funciones del organismo humano, y que todas esas funciones, sean cuales fueren su contenido y su forma, son en esencia gasto de cerebro, nervio, músculo, órgano sensorial humanos».
Es decir, los órganos de los cuerpos de los obreros se insertan en la maquinaria abstracta del capital, donde además entran en una relación de equivalencia con las mercancías. El cuerpo es una moneda viva y, por lo tanto, una sustancia alícuota: sus partes pueden dividirse. El cuerpo puede trozarse.
La mesa está enloquecida, decíamos, es presa de un hechizo (feitiço), pero aún es necesario explicitar ese proceso. «Para hallar una analogía pertinente debemos buscar amparo en las nebulosas comarcas del mundo religioso. En éste los productos de la mente humana parecen figuras autónomas, dotadas de vida propia, en relación unas con otras y con los hombres. Otro tanto ocurre en el mundo de las mercancías con los productos de la mano humana».
Marx busca ayuda en terrenos religiosos, pero sólo provisionalmente, sólo para efectos comparativos. Resuena, por supuesto, el consejo de Walter Benjamin en sus tesis sobre la historia: servirse, discretamente, de la teología (pequeña y fea) para que siempre gane el materialismo histórico. Como en la religión, entonces, en el régimen capitalista parece que los objetos inanimados tienen vida propia. En eso y no en otra cosa –hay que insistir– radica su condición de fetiche. Marx, el materialismo histórico, son cazafantasmas.
El vínculo entre religión y economía encuentra su cauce político: «Para una sociedad productora de mercancías […], o sea trabajo humano indiferenciado, la forma de religión más adecuada es el cristianismo, con su culto del hombre abstracto».
En La cosa y la cruz, León Rozitchner profundiza en este vínculo: «El cuerpo de la madre virgen», dice el filósofo argentino, «es la primera máquina social abstracta productora de cuerpos convocados por la muerte […] En el espíritu sin cualidad sensible todos equivalen –no hay padre real, ni madre real, ni esposa real, ni hermano real: ahora son todos hijos insípidos, inodoros e incoloros de ese Padre ideal de la Madre pura, más allá de la ley y de la historia».
Una huida de la carne –o de la materia– que se asemeja, más bien, al pavor. Para ejemplificar las «metafísicas complementarias» del capitalismo y el cristianismo, Rozitchner retoma una frase de Tertuliano que, si no fuera terrible, sería cómica: «Mediante el ahorro en carne podréis invertir en espíritu». La fórmula de economía libidinal de uno de los padres de la iglesia asienta las bases de la maquinaria abstracta del plusvalor.
Si la circulación mercantil simple –vender para comprar– «sirve a un fin último ubicado al margen de la circulación: la apropiación de valores de uso, la satisfacción de necesidades», la circulación de capital sirve, por el contrario, para «un fin en sí: la valorización del valor».
Es decir: si en la circulación mercantil simple opera la fórmula M–D–M, donde el dinero (D) sólo es un medio para adquirir otra mercancía (M); en la capitalista, el dinero no sólo invierte la ecuación, sino que agrega un valor extra al final de la misma: D–M–D’. La mercancía que media aquí, sea la de un objeto o la de un obrero, es reemplazable, por no decir desechable. En la fantasía capitalista la fórmula ideal es: D–D’. Valor que se valoriza a sí mismo, sin cuerpo de por medio. Se parece demasiado a la fórmula donde el Padre engendra al Hijo (¡a sí mismo!) sin involucramiento del coito o del parto: la madre –la materia– también es desechable.
No resisten a esta alquimia, dice Marx en otra parte, «ni siquiera los huesos de los santos». Toda diferencia cualitativa es nivelada, por lo tanto, extinguida. «Todo lo sagrado es profanado», dice célebremente en El manifiesto comunista.
«El capital es trabajo muerto que sólo se reanima, a la manera de un vampiro, al chupar trabajo vivo, y que vive tanto más cuanto más trabajo vivo chupa», escribe en el capítulo viii: “La jornada laboral”. Si debimos pasar por la explicación dura de la fórmula del plusvalor, Marx vuelve a concretar su recorrido en el cuerpo. No es lo mismo entender que el capitalista se apropia del plusvalor que produce tu plustrabajo, que sentir que chupa tu sangre. La imagen literaria se abre, como una flor: ahora tiene un color, una densidad. Y es vital porque, además, tiene connotaciones políticas.
Misma operación por la que se filtra el concepto de «trabajo humano indiferenciado»: «Puesto que el obrero combinado u obrero colectivo tiene ojos y manos por delante y por detrás y goza, hasta cierto punto, del don de la ubicuidad, la jornada laboral combinada de 144 horas que aborde por varios lados, en lo espacial, el objeto de trabajo, promueve más rápidamente el producto total que la jornada laboral de 12 horas efectuada por trabajadores más o menos aislados».
El capital colectiviza a la fuerza laboral simplemente porque su potencia combinada es más productiva. Pero esta conformación, que podría tornarse una fuerza cooperativista, emancipadora, tiene aquí una fisonomía monstruosa: ojos múltiples, miembros por todos lados, ubicuidad, enajenados en pos de un objetivo tautológico: valor que se valoriza a sí mismo. «Un mecanismo de producción», escribe, «cuyos órganos son hombres». Un cuerpo-monstruo.
A partir de aquí, después de recorrer descripciones más complejas, el lector encuentra el terreno más político de Marx. Su penetrante mirada analítica, filosófica, se articula, anida en los cuerpos de los obreros. Incluso sus herramientas cambiarán hacia la coyuntura: Marx consulta periódicos, informes sanitarios, gubernamentales, etc.
“La fábrica”: «El trabajo mecánico agrede de la manera más intensa el sistema nervioso, y a la vez reprime el juego multilateral de los músculos y confisca toda actividad libre, física e intelectual, del obrero». “Legislación fabril”: «Lo que [las autoridades sanitarias y los inspectores fabriles] declaran, en realidad, es que la tisis y otras enfermedades pulmonares de los obreros constituyen una condición de vida del capital». Etcétera.
O: «El revolucionamiento del proceso de producción se verifica a costa del obrero […] éste tiene que pagarlo con sus cinco sentidos». Vista disminuida, oído atrofiado, gusto relativizado, olfato asfixiado, tacto embrutecido. El complejo sensitivo entero del hombre, funcionalizado, ajeno a sí. Así como «en los estados del Plata se sacrifica un animal entero para arrebatarle el cuero o el sebo […] El individuo mismo es dividido, [se convierte en] un mero fragmento de su propio cuerpo».
No es sólo que el cuerpo-monstruo que el capital se procura mutile el cuerpo de los otros, sino que hace de la enfermedad de éstos su parte constitutiva. La máquina sólo funciona estropeada.
Hay una extraña y siniestra resonancia con los sueños de un hechicero amazulú que Mircea Eliade describe en El chamanismo y las técnicas arcaicas del éxtasis: «Hoy tengo el cuerpo roto. He soñado que muchas personas se disponían a matarme. Me escapé, aún no sé bien cómo. Al despertar, una parte de mi cuerpo experimentaba sensaciones diferentes que la otra. Mi cuerpo ya no es el mismo en todas sus partes».
El hechicero parece tener una prefiguración: la mayor violencia del capital, la enajenación suprema, es la que opera en el cuerpo de cada individuo. No es sólo que haya una distancia radical entre las fuerzas productivas y los medios de producción, sino que esa distancia se abre paso entre los propios miembros de los obreros. Es lo que Marx llama la antítesis radical entre la mente y la mano. Al punto que la mano puede atentar contra su portador. Ya no se es soberano siquiera de los miembros del cuerpo.
«Todos los métodos para desarrollar la producción se trastruecan en medios de dominación y explotación del productor, mutilan al obrero convirtiéndolo en un hombre fraccionado, lo degradan a la condición de apéndice de la máquina».
El capital, su ideología, anida en la distancia entre el sujeto y los medios de producción, pero también en la distancia entre el sujeto y sí mismo. El capital inventa esa distancia. Mientras más amplia sea, más plusvalía puede incubar. Por lo que tomar el control de los medios implica necesariamente tomar el control del cuerpo.
«Un artesano que ejecuta sucesivamente los diversos procesos parciales en la producción de una obra, debe cambiar ora de lugar, ora de instrumento. El paso de una operación a otra interrumpe el curso de su trabajo y genera poros, por así decirlo, en su jornada laboral. Cuando el artesano ejecuta continuamente y durante todo el día la misma operación, esos poros se cierran, o bien desaparecen». La imagen es destacada: implica pensar los espacio de libertad desde lo material (cada minuto dedicado al cuerpo, es un minuto ganado al capital), no desde una definición genérica.
La piel, entonces, no sólo del cuerpo, sino del mundo. Lo radicalmente abierto, lo radicalmente expuesto. Un concepto súbitamente central. Franco Berardi, en El alma y el trabajo, lo ha retomado en estos términos: «No debemos proponernos una moral política, sino una moral epidérmica. Tenemos que actuar sobre minúsculos aparatos sensibles, para que estos empiecen a proliferar».
Casi al final del tercer libro de El capital, Marx construye la cima de su visión materialista sobre la maquinaria del plusvalor. Acorde con sus capacidades literarias, con la potencia de sus imágenes, dibuja el cuerpo-monstruo que venía preparando con casi mil páginas de antelación. El resultado es dramático: «Si el dinero, como dice Marie Augier, “viene al mundo con manchas de sangre en una mejilla”, el capital lo hace chorreando sangre y lodo, por todos los poros, desde la cabeza hasta los pies».
¿Hay visos de una salida? Lo que aquí equivale a preguntar: ¿hay formas de abrir poros en el cuerpo-monstruo? ¿Hay otras formas de sensibilidad, otras capas de sentido? Si convenimos que no ya no hay un afuera del capitalismo, que no es posible trascenderlo, ¿qué regiones de nuestro plano de inmanencia son propicias para semejante tarea?
Una última imagen como coda. En sus Obras completas, Marx describe las revoluciones francesas de 1848 como «sólo pobres episodios, pequeñas rupturas o fisuras en la dura corteza de la sociedad europea» que, sin embargo, «volvieron visible una vorágine. Revelaron, bajo la superficie aparentemente sólida, un océano de materia fluida». Si se realiza un corte efectivo de la realidad, puede desdoblarse una enorme potencia política. No hay tierra prometida, parece decir, la promesa pervive entre nosotros. Resuena aquí aquella pinta del Mayo del 68 en París: «Bajo los adoquines, la playa».
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