miércoles, 13 de septiembre de 2017

‘Cuando la vida te da un martillo’

En los siguientes días Sexto Piso publicará Cuando la vida te da un martillo, la primera novela de la rapera, poeta y dramaturga Kate Tempest (Brockley, Londres, 1985). El libro, que fue publicado en lengua inglesa en 2016, fue traducido al español por Daniel Ramos Sánchez. A continuación un adelanto de la prosa de Tempest.

 

 

ABANDONAR

 

Te cala hasta los huesos. No te das cuenta hasta que lo atraviesas con tu coche, observando lo que conoces desde siempre, y dejándolo atrás.

 

Van conduciendo por las calles, las tiendas, las esquinas donde se hicieron a sí mismos. Todos los fantasmas están allá fuera, clavándoles la mirada. Con la piel maltrecha y los ojos hundidos, sonriéndoles con malicia desde el pasado.

 

Lo llevan en los huesos. Pan, alcohol y hormigón. Su belleza. Todos los momentos insignificantes resplandecen. Predicadores, padres, obreros. Románticos de cuencas vacías sin un rumbo fijo. Farolas, tráfico, cuerpos por enterrar, bebés por hacer. Un trabajo. Nada más que un trabajo.

 

La gente vuelve a matarse por los dioses. El dinero nos está matando a todos. Viven bajo una soledad tan absoluta que se ha convertido en el tejido de sus amistades. Pasan sus días contemplando cosas materiales. Existen entre la masa y sienten que forman parte del todo. Sólo confían en las modas. No pueden aspirar más que a salir de noche hasta quedar despedazados, con la cara desencajada por el alcohol y las drogas que a la mañana siguiente verterán su odio sobre ellos.

 

Pero aquí están, abandonando el estrés, la mierda de comida y los interminables malentendidos. Abandonando. La oficina de empleo, el aula, el pub, el gimnasio, el aparcamiento, la mugre, la tele, el barrido constante de noticias, la aspiradora, el cepillo de dientes, la funda del portátil, el producto capilar caro que te hará sentir mejor por dentro, la cola del cajero automático, el cine, la bolera, la tienda de móviles, la culpa, el vacío absoluto que nunca deja de perseguirte, el dolor de ver a una persona convertirse en una sombra. Los rostros de la gente que se retuercen una y otra vez entre muecas, dejándose las entrañas en las alcantarillas, amantes que se aferran el uno al otro hasta que se quedan sin aliento y se les muere el amor, cemento húmedo y pintura de espray, los niños ven porno y beben Monster. Contempla cómo la ciudad cae y vuelve a levantarse entre neblina y manos sangrantes. Sigue aferrándote a esos éxitos de balada de karaoke. Persigue tu talento. Arrincónalo, enciérralo en una jaula, entrega la llave a alguien rico y dite a ti mismo que estás siendo valiente. Echa la silla hacia atrás, mira fijamente a los ojos de alguien que te resulte odioso pero que aun así te llevarías a casa. Dile al mundo que seguirás siendo fiel a lo que eres. Todo está a la venta pero para ti no hay nada, entrégate hasta que te fallen las fuerzas y cuando más flaqueen, cárgalas de dolor y secretos. Todo a tu alrededor grita «Esto es el paraíso» hasta que no queda nada que sentir. Trágatela, escúpela, métete dos de una vez. Clávatela bien hondo en vena y pasa el resto de tu vida intentando desengancharte. Ahora cierra los ojos y páralo.

 

Pero nunca se para.

 

Abandonan la ciudad en un Ford Cortina de cuarta mano. Es de noche y la ciudad está henchida de sí misma. El cielo truena. La clase de nubes que te hace inclinar la cabeza.

 

Se dirigen hacia la autopista. Conduce Leon. Tiene la camisa empapada de sudor y le duelen los brazos a la altura de las muñecas de agarrar el volante. Se sienta hundido sobre el asiento del conductor y, aun así, la parte superior de su cabeza roza con el techo del coche. Leon es musculoso, con la complexión de un perro de pelea. Metro noventa y de pies ligeros. Sus movimientos son escurridizos. Tiene la cara desencajada por la preocupación mientras gira a la izquierda, por las carreteras que tan bien conoce, y empuja el fatigado motor por la cuesta de Blackheath Hill en dirección a la rotonda de la A2, serpenteando entre el estrépito de los camiones de mercancías pesadas.

 

Harry va detrás, con un brazo estirado a lo largo de la parte superior de los asientos, tamborileando con los dedos, cambiando de postura constantemente. Es menuda y a cada segundo mengua. Su pequeño cuerpo viaja encogido en la parte trasera del coche, hecho un manojo de nervios, con los brazos y las piernas desplegados como las varillas de un paraguas roto. Se agarra al maletín marrón que descansa sobre su regazo; sujeta el asa con tanta fuerza que las costuras se le marcan en la palma de la mano. El miedo agarrota sus hombros, que despuntan como alas plegadas. Becky va delante con las piernas firmemente cruzadas y los codos pegados a las caderas; se está mordiendo la uña del pulgar. Su cuerpo está tenso como un alambre. Sus rasgos son suaves y generosos, como las efigies talladas en piedra de los templos. En la nariz le brilla un piercing de bola. La boca se eleva en las comisuras. Alta y erguida, su presencia impone. Sus ojos oscuros están clavados en la oscura calzada mientras el coche oscuro tiembla sobre sus ruedas. Becky observa por los retrovisores, atenta a cada movimiento, a cada faro violento. Harry vigila los coches que van detrás. Leon mantiene la mirada fija sobre la carretera. Si alguien viene tras ellos, no hay mucho que puedan hacer más que seguir hacia delante.

 

El coche reduce la velocidad en un semáforo en rojo y Becky ve el reflejo fosforescente de los televisores a través de las ventanas de algunos pisos. Un hombre le arregla el cuello de la camisa a otro más joven. Le coloca bien los bordes, sonriendo con orgullo. «¿Y qué hago con el alquiler? ¿Ponerme a trabajar?». Los pensamientos de Becky le retuercen las manos y le tiran del pelo. Diapositivas caleidoscópicas que se van repitiendo. La cara de Pete, hecho una furia. La habitación de hotel donde él le preparó la encerrona. Se agarra las rodillas. Harry mira desde el asiento de atrás. Se inclina hacia delante, busca la mano de Becky y la aprieta. Becky mira hacia su regazo. Sus dedos se ven mucho más redondos y anchos que los de Harry. Tiene la piel callosa y endurecida por el trabajo. Sus uñas están todas mordidas, con restos de esmalte azul 16 brillante adheridos a dos uñas de su mano izquierda y a una de su derecha. Se da cuenta de lo suave que es la piel de Harry. Tiene el dorso de las manos lleno de líneas intrincadas. Becky las acaricia, aprieta las yemas de los dedos de Harry. Indaga todas las rutas, de la uña al nudillo, a la muñeca, hasta que sus pensamientos se ralentizan.

 

La maleta llena de dinero descansa como un bebé dormido. Harry no le quita el ojo de encima. Repara en su forma. Nadie ha hablado en los diez últimos minutos. El silencio es cada vez más ensordecedor.

 

Al final, la voz de Leon renquea desde su pecho y se abre paso a trompicones por la boca.

 

–¿Fuera de la ciudad? ¿O qué? ¿Fuera del país?

 

Se encorva sobre el volante, nadie responde, los segundos palpitan a medida que transcurren.

 

–Menudo follón –dice con remordimiento.

 

Harry intenta concentrarse, respirando pausadamente.

 

–¿Se suelen tomar las cosas muy a pecho tus tíos?

 

Becky los visualiza en su mente, sonrientes y cubiertos de sangre. Habla con calma, sin ninguna ceremonia.

 

–Depende de lo que hayas hecho.

 

Sus palabras abren un boquete en el suelo del coche, hacen añicos el chasis y dejan sus pies al aire, al roce con el asfalto caliente.

 

En los momentos inmediatamente anteriores a salir huyendo, se había encontrado a su tío Ron delante del pub, arqueándose sobre el rostro de Harry y con un aspecto siniestro: su boca soltaba gruñidos, su dedo clavaba las palabras como puñales, sus ojos estaban extrañamente llenos de gozo. Ya había visto su cara retorcerse de esa manera en otra ocasión. Su tío se encontraba dentro del café, en el almacén de atrás, y ella sólo se había acercado para coger el cargador que se había dejado en el enchufe de la esquina. Abrió la puerta y entró y, mientras se inclinaba para desenchufar el cargador, a través del hueco de la puerta vio a su tío acompañado de un chico al que no conocía y que debía de tener diecisiete años. El tío Ron 17 lo estaba sujetando por los hombros y le hablaba bruscamente a la cara. Becky no pudo oír lo que le decía, pero vio lo asustado que estaba el chico; vio a su tío agarrarlo por la garganta y apretar; vio el color desvaneciéndose de la cara del chico: primero blanca, después roja, luego oscureciéndose hasta el morado. Se preguntó si acabaría muerto. La idea la dejó paralizada durante un instante, fascinada y aterrada, a punto de saltar, gritar y detenerlo, cuando su tío dejó marcharse al chico. El chico farfulló, se frotó la nuez con lágrimas en los ojos y, vacilante, echó a correr por la puerta de atrás mientras su tío se apartaba de su vista y ella se acurrucaba junto al enchufe de la mesa de la esquina, asustada, sin estar segura de lo que acababa de ver. Intenta enviar el recuerdo al rincón donde habitaba cuando aún permanecía olvidado, pero su eco retumba dentro del cráneo.

 

–¿Crees que saben que estás con nosotros? –le pregunta Leon a Becky.

 

–Pete podría caer en la cuenta –dice, y el nombre de Pete queda suspendido en el aire como un pájaro abatido, a punto de caer del cielo, y, en cuanto se pronuncia, se desploma con suavidad sobre sus regazos y ahí se posa, tibio y sangrante.

 

Pete.

 

–¡Qué cabroncete! –dice Leon con cariño.

 

El coche vuelve a estar en silencio. Cada uno a solas con su pánico, que crece, desciende, crece aún más. La tensión les tapona la boca. Becky se vuelve para mirar a Harry. Las farolas le iluminan la cara al pasar.

 

–Estaremos bien. –Becky sonríe y todas las calles del corazón de Harry arden, todas las ventanas de todas las casas estallan a la vez. Un maremoto irrumpe y extingue los incendios y el agua anega las casas y se derrama por las ventanas rotas, arrastrando escombros sobre las olas. Becky se vuelve hacia la ventanilla, clavando la mirada en las breves luces blancas de las tiendas que van dejando atrás. Las ve pasar. Las ve pasar. Brutales destellos que despiden fogonazos igual que alguien que te grita insultos a la cara.

 

El tramo que dejan atrás es más oscuro que el que tienen por delante y la calle que atraviesan está deformada por los recuerdos. La rutina, el trabajo, la paciencia de ensayar, el sentarse con gente y no decir nada. Castings y luces en el escenario, el tirón muscular. Su cara devolviendo la mirada tras las lentillas. El maquillaje y los polvos. La náusea como un pasillo interior vacío e interminable, las manos en las rodillas, el respirar hondo entre bambalinas. El coro de aplausos. El eterno agotamiento. Lo ve todo ahí, sobre la calzada, haciéndose más pequeño a medida que se alejan. Abre la ventanilla y huele la tormenta que sube desde el asfalto y le sale a borbotones una risa entrecortada.

 

Las carreteras se vuelven más anchas, las casas se vuelven más grandes, ahora hay menos locales de pollo frito, más gastropubs. Su ciudad va cediendo el control. Se desvían a la autopista. En la radio, Billy Bragg canta «A New England».



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