miércoles, 13 de septiembre de 2017

Instantáneas de la escena mexicana, 10

Un cuestionario de seis preguntas, las respuestas de diversas voces: la idea es producir una imagen de la escena de las artes visuales en México, de sus fortalezas y tareas pendientes. Es momento de hacer una pausa para reflexionar desde las distintas trincheras que han hecho de la Ciudad de México uno de los principales territorios de la creación contemporánea. Se trata de esbozar un mapa atendiendo a la historia, para saber en dónde estamos parados.

 

Julien Cuisset nació en Francia en 1975, pero vive y trabaja en la Ciudad de México desde el año 2000. El año pasado curó Víctor Fosado. Con mil diablos a caballo, muestra que se presentó en el Museo de Arte Carrillo Gil que conjuntó las obras del músico, actor, pintor, orfebre y promotor cultural. Fundador de la galería Le Laboratoire, espacio en el que ha organizado exposiciones en las que han participado, entre otros, Manuel Rocha Iturbide, Tomás Casademunt, Enrique Rosas y Michael Nyman.  

 

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Buena parte del arte producido en los noventa (sobre todo el exhibido en sedes como Temístocles 44 o La Panadería) puede incluirse en el capítulo de las búsquedas posmodernas mexicanas. A más de dos décadas de aquel momento casi mítico, ¿existen discursos equiparables en su carácter renovador, en la actualidad?

 

No tuve la oportunidad de frecuentar los colectivos surgidos en los años noventa, ya que llegué a México a principios de 2000. Sin embargo, me parece resbaloso crear paralelismos entre épocas y contextos tan distintos. El arte producido en los años noventa respondía a aspiraciones de su tiempo: la catástrofe del sismo del 85 impactó fuertemente la Ciudad de México y detonó una nueva mirada artística (los acontecimientos históricos tienden a retratarse en el arte). Tengo entendido que los espacios alternativos de los noventa, autofinanciados y extraoficiales, eran el espejo de nuevos lenguajes artísticos como el performance, la instalación, el video… La creación de nuevos espacios respondía al centralismo que impera(ba) en los principales espacios expositivos y les llevó a abrir sus propios lugares de reflexión y exhibición, sin mediación institucional o de mercado. Tal como lo menciona Nicolas Bourriaud, “la generación de los noventa retoma la problemática central de las décadas de 1960 y 1970, pero deja de lado la cuestión de la definición del arte. El problema ya no es desplazar los limites del arte, sino poner a prueba los limites de resistencia del arte dentro del campo social global”.

 

Las mutaciones operadas a lo largo de estos 35 años responden a la situación misma de los artistas, que no dejan de “habitar” su tiempo, en su constante reinvención del presente. La servidumbre numérica actual y el universo hiperconsumista cambian las formas de “fabricar” arte: la volatilidad de la dinámica social fomenta una nueva tendencia mutante, nómada. Dicho intersticio social se mueve en una cultura sin fronteras reales, interconectada y ubicua, que no deja de insertarse en una jungla poco codificada. La “cultura-mundo” de Lipovetsky hace hincapié en la hipermodernidad cultural globalizada, dónde los antagonismos ya no tienen tanta razón de ser.  

 

Los espacios independientes actuales parecen tener un enfoque muy diferente, fuera de las convenciones y de las exigencias de los espacios expositivos, museísticos o galerísticos, fuera del mainstream, con estructuras más ligeras y con un enfoque político-social asumido. Tienden a tener un carácter transitivo, a engendrar un semillero de ideas y postulados en búsqueda de nuevos públicos. Por lo general los administra una generación más joven que posee, al igual que los radicantes, múltiples raíces que crecen hacia todas las direcciones, con una capacidad de adaptación y transformación según el suelo que los recibe.

 

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La entrada del nuevo milenio estuvo marcada por la inserción del arte mexicano contemporáneo en la globalidad, acentuada por el surgimiento del mercado correspondiente (pensemos en la apertura de Kurimanzutto en 1999). El país cuenta hoy con decenas de galerías de arte contemporáneo (con presencia nacional e internacional) y tres ferias anuales (Zsona Maco, Salón Acme y Material Art Fair). La consolidación de este mercado ¿se refleja en la producción y la circulación del arte en México? ¿Qué tipo de balance existe entre ambas fuerzas? En el mismo sentido: ¿a qué acuerdos han llegado el capital privado y los museos y espacios públicos?

 

No cabe duda de que la producción artística mexicana rebasa por mucho la “circulación” (termino muy ambiguo, por cierto) de las obras. El abanico tan amplio de presentación y de contextualización de las mismas no es garantía alguna de su posible comercialización. El éxito internacional de artistas mexicanos o radicados en México catapultó la visibilidad del panorama mexicano fuera de su territorio. Valdría la pena revisar la hegemonía con la que se ha ido desarrollando ese nicho de mercado y la interconectividad de los agentes que lo impulsaron. En este contexto, la falta de definición de una política pública sostenible de adquisiciones de obras y de programas de apoyos abrió las puertas (y las ventanas) para que las colecciones y fundaciones privadas pudieran adquirir las “mejores obras”, y que los museos públicos tengan “huecos” importantes en su propias colecciones.

 

La llegada de nuevas “locomotoras” en la escena nacional permitió potencializar la visibilidad del mercado mexicano y traer a México numerosos artistas de renombre internacional. La presentación y la habilitación de las obras se adaptan a los contextos más internacionales y la circulación opera de manera más fluida. La percepción del arte mexicano ha evolucionado considerablemente también: ya no se etiqueta únicamente como “arte latinoamericano” y se inserta, por sus mismas características, en un mercado totalmente globalizado. Habría que hacer unas distinción entre el mercado estrictamente local cuya elasticidad se ve muy limitada por la falta de una clase media dominante y la polarización social del país y la internacionalización de ciertas galerías mexicanas y su repercusión en su ratio comercial.  

 

Pero no estamos hablando de un epifenómeno local; la dialéctica dominante desde hace 15 años responde a un interés creciente por parte de los públicos y una alfabetización visual galopante. En un mundo más global, instagrameable en cada instante, estamos mucho más informados y más exigentes. Podemos hablar de una tipología de públicos interesados en el arte: desde el diletante o el esnob hasta el coleccionista, pasando por el inversionista o el comprador esporádico.  

 

En este sentido, la feria Zona Maco ha permitido generar una visibilidad muy significativa de la escena local y traer a México algunas de las galerías más prestigiadas. Es un catalizador de primer nivel, un fuerte intersticio generador de nuevos públicos y despertador de nuevos intereses. Mucha gente que no estaba acostumbrada a visitar los museos y las galerías de la Ciudad de México encontraron, y siguen encontrando, un escenario representativo de lo que se está realizando en un determinado momento.    

 

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Hoy es posible encontrar distintas memorias o relatos (el curatorial, el artístico, el social, el institucional o el mercantil, por ejemplo) sobre el desarrollo del arte contemporáneo mexicano a partir de 1989. Sin embargo, el trabajo crítico se antoja insuficiente. Se extinguieron Curare y Poliester, desaparecieron ciertas columnas periódicas y las reseñas en revistas suelen ser inconsistentes. La aparente “muerte de la crítica de arte en México” ¿se debe a los espacios para la discusión estética (las publicaciones), a sus agentes (los críticos e historiadores) o a otros factores?

 

Hacen falta espacios de crítica y análisis serios, incluyentes y estimulantes que permitan tener una mayor visibilidad y conciencia de lo que se está produciendo y exhibiendo. Desde luego que necesitamos más columnas (impresas y virtuales) en los periódicos, suplementos culturales y revistas que vayan más allá de un concepto editorial de lifestyle, que sirve cínicamente para sangrar a anunciantes de marcas de coches y perfumes. Es indispensable que los intelectuales tengan tribunas en medios masivos, que se abran más críticas, reseñas, agendas sobre el panorama artístico. No fijarse únicamente dónde sopla el viento, alejarse del espectáculo, de lo factual y de la plaga de selfies.

 

Una considerable audiencia parece estar dispuesta a informarse, a “consumir” arte. En la era digital tenemos que asumir el hecho de que cada persona tiene la capacidad de “producir” contenidos culturales: el efecto Google, los algoritmos de Facebook, entre tantas nuevas ventanas informativas, soportan nuestra voluntad de estar mejor informados. Pero la cantidad de paginas visitadas no es garantía para fomentar un espíritu más crítico y abierto…

 

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Luego de la generación de los grupos (No Grupo, Proceso Pentágono, Suma o Peyote y la Compañía, en los setenta) y de los colectivos surgidos en los noventa (el Taller de los Viernes, SEMEFO, Temístocles 44 o La Panadería), actualmente encontramos más iniciativas independientes de las instituciones, pero ligadas al mercado, y algunos proyectos que conservan el espíritu autónomo de fin de siglo, como Cráter Invertido y Biquini Wax en la CDMX, o Proyectos Impala en Ciudad Juárez. En paralelo, la infraestructura cultural parece adaptarse a las exigencias del turismo. ¿De qué manera se complementan los foros del estado, las sedes privadas y los proyectos autónomos o independientes?

 

El espectro cultural entre el espacio independiente o alternativo y el MUAC o el Museo Jumex es enorme. El ecosistema actual es mucho más complejo y responde a una conjunción de factores no necesariamente interconectados. En su momento los colectivos y los grupos planteaban unir esfuerzos y programas como resistencia a los sistemas oficiales para lograr así una mayor presencia pública y social. No dejaban de ser alternativos o militantes. La oferta actual se mueve con mucho más agilidad, sin tantas estratificaciones. Hemos transitado de postulados ideológicos contestatarios a propuestas mucho más conceptuales y narrativas, efímeras, con juegos de legitimaciones “a tres bandas”.  

  

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En “Genealogía de una exposición” (Olivier Debroise y Cuauhtémoc Medina), uno de los textos introductorios del catálogo La era de la discrepancia (2007), se lee:

 

Como muchos de los artistas en los primeros años noventa, queríamos marcar la mayor distancia posible frente al caudillismo cultural local, y empleábamos referencias de una historia del arte internacional para comprender la creación del momento: Marcel Duchamp y Joseph Beuys, Yves Klein, Robert Smithson o Robert Morris y, muy ocasionalmente, artistas latinoamericanos como Lygia Clark o Hélio Oiticica. Nunca, en ese momento por lo menos, se aludía a los territorios abiertos desde principios de los años sesenta por Mathias Goeritz, Felipe Ehrenberg, Helen Escobedo, Alejandro Jodorowsky, Marcos Kurtycz o Ulises Carrión, aun cuando varios de estos artistas seguían produciendo, o eran maestros en escuelas de arte o talleres independientes. El vacío en la historia cultural reciente, del que éramos en cierta medida víctimas y cómplices, era un rasgo característico de la situación. Por un lado, señalaba un quiebre en la filiación de los participantes del nuevo circuito cultural. Por otro lado, se manifestaba ahí la ausencia de referentes públicos sobre el proceso artístico local, la ausencia de colecciones y/o publicaciones panorámicas, que dieran sentido a una narrativa.

 

¿Es posible distinguir una evolución en las referencias estéticas de los discursos curatoriales actuales? En otras palabras, ¿cuáles son las distancias y las aproximaciones, y de qué tipo, entre las referencias locales y las internacionales en los ejercicios curatoriales contemporáneos? (Pensemos en las participaciones mexicanas en la Bienal de Venecia, en las exposiciones blockbuster, en los espacios (públicos o privados) que privilegian la experimentación, o en las muestras que elaboran una versión de ciertos segmentos de la historia del arte mexicano, dentro y fuera de México).

 

Lo que parece ser, a primera vista, un ejercicio típico de malinchismo responde más, como han dicho varios artistas de los grupos mencionados en numerosas ocasiones, a una “ávida búsqueda por conocer lo que estaba sucediendo fuera del país” (Guillermo Santamarina dixit, con motivo de la exposición XYLAÑYNU. Taller de los viernes). Existía, desde entonces, la voluntad de buscar nuevos rumbos en una dimensión internacional; la oferta local estaba muy acotada a la cultural oficial.

 

Supuestamente el curador es el que está a cargo de la curaduría, del cuidado o de la tutela de alguna cosa. Organizador, mediador o experto en planteamientos conceptuales, el curador ha adquirido una presencia mucho más visible, subjetiva. De manera más especifica, las (re)lecturas históricas siempre son arriesgadas porque tienden a omitir, de manera deliberada o no, ciertos acontecimientos. Basta con recordar, por ejemplo, el no agradecimiento a la invitación del MUAC de Boris Viskin en La era de la discrepancia y su “contemporaneum conceptual est”, argumentando que varios espacios se “alinearon a los nuevos vientos, renovando su plantilla de artistas como si manejasen un equipo de la Champions League”.

 

En cuanto a las exposiciones blockbuster, el debate esta caliente entre los que piensan que los museos tienen una función meramente educativa y de conservación del patrimonio y los que se dejan llevar por el espectáculo y la captación de miles de novatos visitantes con iPhone en mano. Lipovetsky, una vez más, analiza el origen de la sociedad del espectáculo con el desplome de las jerarquías estéticas. Y el reflejo de la sociedad de consumo, por medio del hedonismo, que (de)multiplica los modelos de vida y sus referencias.    

 

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¿Cómo describirías el panorama editorial reciente del país? Más allá de los catálogos de exposiciones, ¿encuentras libros escritos por autores mexicanos que se sumen a la discusión acerca de la contemporaneidad de las artes?

 

Es más común encontrar textos insertos en antologías o ediciones colectivas. Hay libros, pero son pocos, y esto inevitablemente regresa al estira y afloja entre tiempo y economía. Muchos autores, curadores o historiadores se encuentran con la necesidad de curar, escribir, dirigir y ser burócratas al mismo tiempo. Diría que, mientras que ha habido oportunidades para los artistas, ha sido poco el dinero invertido en los escritores que hacen la crónica de este momento. Los que lo logran tienen habitualmente el respaldo de una institución académica, que les da la posibilidad de publicar.

 

La todología es un deporte de combate. El arquitecto Rudy Ricciotti dice que nuestra vida cotidiana nunca existe en un contexto vacío de significados. Hay una diferencia abismal entre ser juez y ser parte dentro de la gran nebulosa cultural y, por falta de oportunidades o de apoyos (institucionales, por ejemplo), poner al servicio de uno u otro sus experiencias y aptitudes. Nos hemos vuelto intercambiables, en la era del zapping. La cadena cultural no está exenta de lo que sucede en los demás estratos de la sociedad.

 

Por otra parte, encontramos muchos espacios de resistencia, con presupuestos limitados. Florecen casas editoriales independientes, autónomas, que tienden a promover la crítica y la diversidad. Desafortunadamente los circuitos de distribución siguen siendo muy limitados (o muy costosos) y los precios elevados no permiten que la mayoría de la población tenga acceso a estas publicaciones. La colección Antítesis de la editorial Alias me parece un ejemplo inteligente y asequible de adecuación entre una línea austera y económica y una selección cuidada y subjetiva sobre arte contemporáneo.



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