Bill Laswell me cita en una taberna irlandesa fundada en 1868, en Manhattan, para tener una conversación. Tan pronto nos saludamos y subimos al segundo piso del local, me cuenta que algunos fantasmas –el de una niña muerta de tifoidea que vivía en el edificio y el de un soldado apuñalado en el baño– rondan todavía sus pasillos. Me río, casi por inercia, pero voltea a verme como diciendo: “No, en serio”. Establece, así, el tono de la entrevista: si en mi memoria (por dos de los conciertos que ha dado en México: en 2004, con Painkiller, junto a John Zorn y Tatsuya Yoshida; en 2012, con Peter Brötzmann’s Hairy Bones; ambos en el Teatro de la Ciudad) habitaba un músico severo, dueño de un sonido amplio y envolvente, ahora está frente a mí una persona silenciosa y tímida que quiere hacer aparecer a los espectros como parapeto. Laswell, sin embargo, no teme hacer declaraciones con filo, breves pero categóricas. Cuando celebro aquel concierto junto a Brötzmann porque, le comento, me di cuenta de su capacidad de hacer pausas y escuchar su entorno (no sólo a los otros músicos, sino a la audiencia), rápidamente afirma: “En ese concierto yo estaba esperando que ellos tocaran algo y no lo escuché; esperé y esperé y no encontré ninguna comunicación real. Para mí fue un concierto plagado de ideas débiles. Yo interpreté ese tipo de música radical cuando era adolescente, pero es no darle nada a la gente, es egoísta. Esperé por dos horas y listo. Eso fue el concierto”.
El tono se ensombrece aún más. Pero, entonces, ¿qué características debe tener un concierto para tejer vínculos de mayor profundidad? La respuesta altera todavía más las coordenadas: “Debe haber una especie de sacrificio que, en este contexto, no sólo significa dar o ceder, sino renunciar a ciertas cosas. Los artistas en general son egoístas, los grandes artistas tal vez no tanto”. Para uno de los músicos más prolíficos de su generación (hay listas que cifran su discografía en 70 álbumes oficiales, otras en 80, sin contar sus discos de remixes, EPs o discos en vivo; además de su amplísimo registro como intérprete y productor, habiendo colaborado, de acuerdo con el sitio especializado Discogs, en más de mil 700 grabaciones) el llamado al sacrificio no es menor. Ante tal cantidad de obra, le pregunto sobre sus hábitos al escuchar música y responde: “Solía hacerlo, pero ahora no escucho absolutamente nada. Tuve demasiado, es como la memoria de una computadora, no puedes alimentarla por siempre. Tengo acceso a mucha música, pero no me siento a escucharla, podría considerarla, en todo caso, como una labor de investigación”. ¿Qué hay de su método de producción? “No trabajo muchas horas. Comienzo a las 11 ó 12 y a las 4 ó 5 termino. Más allá de eso ya no puedo trabajar con claridad”. ¿Va a conciertos? “Nunca”. ¿Se alejó de la escena musical? “No hay escena musical, sólo negocio”.
Acudo entonces al ejemplo de otro destacado compositor, Wadada Leo Smith, por dos razones: por su colaboración en el disco The Stone, publicado en 2014, y por una de las características que comparte, a mi entender, con la música de Laswell: los altos grados de silencio que su obra contiene en un entorno de irrefrenable producción sonora, incluida la suya. “Desde Cage sabemos que el silencio no existe: aunque estés inmóvil, callado, escucharás la corriente de tu sangre, lo cual es una idea muy violenta. Prefiero pensarlo como espacio. El espacio, el antisilencio, existe, y un músico como Wadada navega a través de él de formas muy afortunadas. Yo no sabía mucho sobre él cuando lo conocí, pero comenzamos a tocar a dueto y de inmediato reconocí esa sensación espacial”. Tal vez por ello, puntualizo, el bajista sea tan afecto a la música dub, el género originalmente jamaiquino estructurado, principalmente, a partir de la forma ritmo-silencio: “Inicialmente no me atraía tanto la música de Jamaica, para mí era muy alegre, como el calipso. Pero cuando descubrí que los productores y los DJs, para ahorrar tiempo y recursos, creaban lados B a partir de los temas originales de reggae, valiéndose de una gran cantidad efectos de sonido, incluido el silencio, comprendí al dub como una sombra. Haces una canción y, como cualquier objeto, proyecta una sombra. Pero, en este caso, si quitas la canción la sombra permanece. El dub es crucial, por otra parte, para el inicio de la cultura del remix”, cultura que Laswell ha sabido reconfigurar desde su particular visión de la música. En ella, la noción de remezcla se amplía hasta la idea de la mix translation, o traducción de mezcla: “Creo que es una forma de recombinación y reestructuración sonoras que no se ha ensayado hasta la fecha. Yo lo veo como un compositor reimaginando a otro, porque creo que la cultura del remix debería basarse en la idea de la composición”. Bajo este paraguas, Laswell ha reestructurado obras enteras de Carlos Santana, Bob Marley o John Coltrane. Pero tal vez el ejemplo más destacado sea Panthalassa, publicado en 1998, donde reconstruye la obra eléctrica de Miles Davis, específicamente la realizada en el período 1969-1974 en álbumes como In a Silent Way, On the Corner o Get Up with It. Laswell no sólo remezcla las grabaciones originales, sino que elimina bases rítmicas o agrega otras, construye puentes entre temas, publica pasajes originales inéditos y, en general, dibuja un peculiar ambiente de oscuridad que dificulta distinguir entre los sonidos de un músico y otro [ver La Tempestad 111]. Es una obra de gran originalidad, paradójicamente. “La imagino como una continuación del legado de Miles Davis. Hablamos muchas veces sobre esta idea. Recuerdo que en 1984, en París, le expliqué la idea de la traducción de mezcla como la de una música infinita. Música que te permitiría adentrarte en una atmósfera; la parte consistente la otorgaría la trompeta y la melodía flotaría sobre arreglos interminables de ritmo, envueltos en música ambient o funk. Idealmente, no la podrías poner en una grabación ni en un museo ni en una tienda; sería como ir al océano, recoger agua en un par de cubetas y pensar que eso es el océano. Él estaba entusiasmado, pero no pudimos hacer que la gente de negocios lo entendiera”.
Es comprensible, ya que semejante idea atenta contra la materia prima de los grandes sellos discográficos –la obra como objeto concluido, definitivo, cerrado– y la interna en un plano horizontal, de códigos abiertos. Laswell profundiza en el tema con un par de anécdotas. La primera involucra la grabación más mentada de la historia de jazz, Kind of Blue, de Miles Davis: “Cuando masterizaron el lado B nadie notó que la máquina estaba corriendo lento, por lo que se publicó en un tono distinto al original. Treinta años después se percataron, pero los ejecutivos ya no permitieron corregirlo. Es como si la cultura estuviera escrita incorrectamente”. La segunda involucra el que quizá sea el más célebre de sus trabajos como productor, Future Shock (1983), de Herbie Hancock: «Cuando, después de su publicación, remezclé el disco para audio multicanal, coloqué “Rockit” como primer tema, como siempre quise. La gente de Sony decía que eso no podía hacerse, que no era la secuencia original. ¡Yo decido la secuencia!, yo soy el original, y por fin tengo la oportunidad de corregir mi error. ‘No te puedes meter con esto, es historia, es legado, está terminado’. Pues su historia está llena de errores”. Y resume, en lo que podría ser una máxima: “No hay espacio para los puristas en la continuación de la experimentación de sonido”. El propio Hancock es otro gran ejemplo: el pianista, de acuerdo con Laswell, es un caso “exitoso por su apertura a otras visiones de la música; si revisas su historia te das cuenta de que no combatía la apertura. Esto no implicaba que entendiera lo que estaba pasando (a veces no tenía idea), pero sabía cómo deshacerse del ego, de lo que se suponía que era. Es inusual, para alguien tan reconocido, ser capaz de deshacer, de dejar pasar, de ser paciente”.
Para describir la variedad de geografías que caben en la obra de Laswell (como ejemplo, su singular interpretación de música cubana en Imaginary Cuba, de 1999), el crítico Chris Brazier acuñó el término “música de colisión”. El bajista de inmediato ataja: “No, no, nunca lo pensé en esos términos. La colisión implica destrucción, es una idea que no conduce a lo que yo trato de hacer. Para mí es más importante la fluidez. Discos como Imaginary Cuba surgen como capítulos: no puedes solamente hacer música cubana y pasar a lo siguiente, tienes que experimentarlo. No diría comprender, pero experimentarlo. Cuba es un capítulo, Etiopía es otro, Japón es otro en proceso”. Pero, al mismo tiempo, reviro, vives en Nueva York. “Sí, porque es el punto desde el cual acceder a todos los demás. Pensé en mudarme a París, a Tokio, a Adís Abeba, pero éste es el punto central. No vivo en Nueva York porque ame esta ciudad. Muchas veces he pensado en ir a otro lugar, pero creo que disminuiría mi ritmo de trabajo. La ciudad no ha transformado realmente mi música, sólo tiene que ver con la gente que vive y pasa por aquí. Estados Unidos para mí es Nueva York y el horrible concepto de Los Ángeles. Y es básicamente todo. Este país es una broma, son los tiempos más raros de su historia, y mira que ha tenido varios”
La catarata de declaraciones graves que Laswell parece no poder evitar externar terminan de sellar su personalidad enigmática, acorde, a fin de cuentas, con la complejidad de su obra. Sus palabras, además, suelen entretejerse con hondas intuiciones sobre música. Ya sea sobre la industria (“La caída de las compañías dañó a mucha gente, pero probablemente a la gente indicada”) o sobre la sustancia sonora misma: “La música no está terminada, y yo quiero continuar su no-finalización. No hay conclusión, no hay forma de decir ‘ahora terminamos’. Es imposible, es como ir al espacio, ¿dónde vas a detenerte?”. Frase que podría valer, también, como ethos de su pulso creativo.
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