Desde hace un par de meses, cada jueves, recomiendo en esta columna una exposición de arte reciente en la Ciudad de México (ocasionalmente en otro lugar) o reviso alguna novedad editorial. A veces me he permitido reflexiones sobre temas importantes, como el periodismo cultural. La semana pasada no escribí la columna: sobra decir que el sismo del 19 de septiembre nos descolocó a todos. Durante los días posteriores al temblor me pregunté qué tipo de contenidos resultaba pertinente publicar en una revista de arte. La gran mayoría de los lectores –no sólo los de nuestro medio– nos mantuvimos pegados a las pantallas siguiendo las crónicas en vivo y procurando en las redes sociales las noticias más frescas acerca de la emergencia. El sitio de La Tempestad permaneció en silencio por unos días. Me atrevo a decir que el receso público se debió más una reacción natural ante la nueva realidad –trágica– que a una decisión editorial meditada.
Es probable que el “reflejo” que inmediatamente nos detuvo, por miedo a añadir más ruido a la de por sí saturadas redes de información (y desinformación), tenga que ver con una ética editorial que aflora en momentos de crisis. No hablo de una ética aprendida en manuales de periodismo, sino de una conciencia gestada en la experiencia, que la mayor parte del tiempo opera de manera inconsciente durante los procesos editoriales.
No pronuncié un juramento hipocrático antes de comenzar a editar; sin embargo, hace doce años que lo me entusiasma de esta profesión es justamente poder entregar a los lectores un poco de claridad y de orden en la información, mediante la publicación de una noticia breve o un ensayo extenso. Esa misma claridad, hoy sé, puede brindarse cuando dejamos intactos los temas que no podemos tratar con amplitud, aquellos que de plano escapan a nuestra capacidad de brindar rigor crítico o periodístico.
¿Adónde voy con todo esto? No es este espacio semanal el lugar para encender piras paganas, sería muy fácil exhibir la poca decencia de publicaciones clasistas de distribución masiva que vieron en el caos una nueva oportunidad de lucro, para de paso darse un baño de solidaridad social. Lejos de hacer acusaciones moralistas provocadas por el trauma sísmico, creo que es un momento adecuado para proponer la reflexión sobre las prácticas editoriales en los medios de comunicación mexicanos y, sobre todo, en el periodismo cultural local: el sismo rebasó nuestras capacidades para editorializar los hechos. No sabemos cómo compartir la información desde nuestras trincheras, aún estamos pasmados.
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