jueves, 14 de septiembre de 2017

Ocean’s Seven-Eleven

El próximo diciembre se cumplirán dieciséis años del estreno de La gran estafa (Ocean’s Eleven), uno de los éxitos comerciales más conocidos del prolífico Steven Soderbergh, quien ha logrado avanzar en la industria cinematográfica a través de un continuo movimiento pendular: sus obras más propositivas o arriesgadas (Sexo, mentiras y video, Kafka, Schizopolis, The Girlfriend Experience…) siempre se habían alimentado de sus desiguales éxitos taquilleros, hasta que dejó Hollywood ante un panorama cada vez más asfixiante en términos financieros.

 

Con La gran estafa (una nueva versión de la original de 1960, entonces dirigida por Lewis Milestone, con Frank Sinatra, Dean Martin y Sammy Davis Jr.), Soderbergh dio inicio a una “franquicia”, en la que dirigiría dos secuelas más, en  2004 y 2007, que en buena medida marcó la pauta para revitalizar el subgénero de los filmes de atracos –el próximo año se estrenará Ocean’s Eight, con Sandra Bullock y un reparto primordialmente femenino al que dirigirá Gary Ross. Conocemos la estructura: un grupo de antihéroes se reúnen en torno a una figura carismática, planean un asalto más o menos complejo, y en el tercer acto se enfrentan a distintas complicaciones hasta dar con un giro y un desenlace. Stanley Kubrick pasó por aquí en Casta de malditos (1956), Tarantino puso al subgénero de cabeza en Perros de reserva (1992) y la serie de películas de Misión imposible (1996-) ha machacado la fórmula una y otra vez. Este año se ha intentado fundir al subgénero con el musical (Baby: el aprendiz del crimen, de Edgar Wright) pero el ejercicio sólo resultó en una versión juvenil de la referencial Drive: el escape (2011, Nicolas Winding Refn, que apenas usa la estructura como pretexto). También hay un alto grado de octanaje en La estafa de los Logan (Logan Lucky, 2017), con la que Soderbergh vuelve a este tipo de películas: la trama sigue a los hermanos Logan en su intento por llevar a cabo un robo durante el Coca-Cola 600 (o las 600 Millas de Charlotte), la carrera anual de NASCAR, en la colindancia de Carolina del Norte y Virginia. El entorno y el ethos decididamente gringo en el que se desarrolla la película invitan a pensar que se trata de un Ocean’s Eleven para la era Trump (los presentadores que dan noticia del atraco en el filme lo llaman el “Redneck Heist” y el “Ocean’s Seven-Eleven”, que no deja de tener su gracia).

 

Pero pongamos la atención en otro lado. Sí, es un filme de atracos. Y sí, a ratos es ridículo y satírico por partes iguales (uno de los antagonistas, el millonario y risible Max Chilblain es interpretado por Seth MacFarlane, famosamente creador de Padre de familia), pero también es un filme inteligente: Soderbergh ha amaestrado como nadie las herramientas para informar al público de los distintos elementos de la trama con gestos mínimos. Pero vale la pena atender la manera en la que el director y productor ha conseguido estafar, de manera maestra, al sistema de los estudios hollywoodenses con este filme: lo lanzó a través de su compañía Fingerprint Releasing con una regla sencilla: vender los derechos de distribución internacional para elevar su presupuesto (de 29 millones de dólares; 15 por ciento del cual utilizó para promocionar el filme por su cuenta), así como los derechos para exhibición posterior al estreno (en HBO, Netflix, etcétera). Con todo pagado de antemano, de acuerdo a Box Office Mojo en taquilla doméstica ha recaudado más de 25 millones de dólares. Tal vez Soderbergh se haya garantizado el futuro financiero para sus próximos filmes (y de otros cineastas) fuera del desbalanceado sistema de los estudios.



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