En noviembre de 2005, en nuestra edición 45, publicamos el dossier “El lugar de la poesía”. Ahí incluimos este ensayo del poeta, traductor y crítico uruguayo Roberto Echavarren, que recuperamos a propósito de la muerte de Ashbery, ocurrida el pasado 3 de septiembre.
1. Al revés de los beatniks (Allen Ginsberg en particular), los poetas de Nueva York, James Schuyler y John Ashbery, con la posible excepción de Frank O’Hara, escriben para ser leídos más que escuchados, aunque es cierto que Schuyler recitó ocasionalmente con tacto, autoridad y notable efecto sobre el público. Ashbery, menos accesible a nivel oral por lo extenso y complejo de sus períodos, lo abrupto de sus transacciones, recita en un tono más bien uniforme, con suave o imperceptible énfasis, como si la voz fuera un suplemento, un accidente no necesario en el proceso de transmisión de los poemas. Subraya, así, que la escritura es vehículo de efectos divorciados de una mímesis de la voz. La voz del poeta deja de ser literal. En la página, se rompe en muchas “voces”. Pero hay más: los versos resultan autónomos, aunque no independientes, de los efectos histriónicos de la voz.
El poema tiene su “música”, los ritmos y las pausas del corte versal y la sintaxis. Las “voces” no carecen de enjundia, de emoción, pero no resultan cabalmente humanas. El poema es la voz de nadie, la voz de las cosas, ni siquiera una voz. Es un “paisaje de humor sin música escrito por la música”, “un flautín casi inaudible”, “una banda de sonido visible” o un “cuarteto” en que cada instrumento alterna y se entrelaza con los otros. El título de T.S. Elliot, Cuatro cuartetos, alude igualmente a la prosopopeya según la cual la voz del poema es de cuerda instrumental. Cada “voz” queda prendida a un cuerpo en abismo, sin identidad, en devenir, que acoge, atesora, combina los giros, los coloquialismos y las estrategias de muchas conversaciones, pero abre, además, un registro diferente de cualquier conversación. Esto puede decirse en rigor de casi toda la poesía, pero se vuelve particularmente notorio en la de Ashbery, que ni recurre a una demagogia oral ni involucra una transparencia inmediata, inequívoca, de los sentimientos interpersonales, ni una comunicación “sincera” y sin fisuras.
2. La poesía de Ashbery no es confesional. Elabora, sí, el impacto de hechos y prácticas, pero no enarbola (discreta o indiscretamente) las anécdotas de la vida del poeta. Irónica y serena, bordea un misterio, la pérdida de cualquier felicidad anterior. El testigo de una situación antigua “aterriza” por así decir en un nuevo momento, pero lo contemplado, lo vivido antes, se ha borrado. El nuevo momento no tiene memoria, no tiene piedad con la memoria, obliga a recomenzar. El testigo, desprovisto de artefactos, tiene que iniciar el “capítulo” siguiente, improvisar en el vacío de otras acciones verbales. Tiene la responsabilidad de confrontar el instante. Desde el punto de vista del escribir y del leer, los versos no resultan un rescate frente al olvido, exhiben, al contrario, el olvido y la pérdida.
El formato extenso desafía la capacidad de autorrepresentar, de estar presente ante sí mismo, de autoreconocerse. No es posible reconstruir las marchas y contramarchas de un razonamiento, de un sueño, de un romance. Las versiones, los recuerdos, se contradicen, se mezclan, distorsionan, borran. Tanto el poeta como el lector comprueban que no controlan todas y cada una de las alusiones intertextuales puestas en juego por los versos antecedentes, ni pueden seguir cada vericueto de los subsiguientes. La atención otorgada a un poema –en particular si es largo– será discontinua, fulgurante. Ni el poeta ni su público dejan de perderse, olvidando por un momento o para siempre los trozos leídos. Se encuentran in media res, no saben dónde están. Habitan un fragmento interrumpido de frases y de libros.
Cada lectura recontextualiza, equivoca, quema el material poético en el sacrificio cotidiano de otras vidas que responden a otras circunstancias y particularidades. No se lee a un poeta, ni siquiera a un poema. El poema puede ofrecer un “mordisco” de “intuición placentera” porque reconocemos en él algo inesperado que nos afecta, nos parece interesante, hermoso, de acuerdo a una circunstancia personal, por cosas que nos han sucedido y nos preparan. El juicio estético, entonces, depende de cada uno. Su poder de convicción lo hace aparecer como universal, pero de hecho resulta singular. Es pues, un universal no lógico.
3. Los brotes de ironía ridiculizan, por absurdos, ciegos, parciales, los proyectos de un supuesto yo lírico, que se desdobla, instantáneo, que se ríe de sí. No descarta al ironizar, al desdoblarse, la validez de sus intentos, pero considera los límites del autocontrol, comprueba cómo las cosas se cumplen de otro modo que el planeado. Una alteración irremisible desmorona las razones que le parecen concluir esto o aquello. Los ruinas de los proyectos son la ocasión de que se renueve la expectativa, en países inventados para esconder la ausencia, “carcomidos con eterno deseo y tristeza”. El poema exhibe una crisis del conocimiento acerca de nosotros mismos y de la posibilidad de comunicar: “¿Por fin nos verán como somos? Mezcla de furia ácida y de desarmante humor”.
El ocasional yo lírico se ríe de su incapacidad de cálculo y de su desmemoria. Pero esta falta de memoria hace posible el escribir, obliga a errar y equivocarse, a conjeturar apremiados por una urgencia, una expectativa. El poema viene a sustituir lo que no se hace presente, invoca un momento vacío, fuera del tiempo, un momento rebelde fuera del discurso. El poema es la secuencia simbólica que compromete y traiciona ese momento, lo traduce pero lo deja escapar, lo atraviesa para dejarlo intacto.
La autocomicidad, la ironía, el desdoblamiento comprueban que el poema es una ambigua bendición, la oportunidad de estar tristes y contentos, de recibir malas y buenas noticias. El poema es una “euforia trágica”. Las cosas funcionan y se arreglan entre sí de algún modo. La “meditación” constata esos arreglos impredecibles. El sujeto no sabe de antemano quién es, y de acuerdo a los versos es uno y muchos y nadie, una madeja de sorpresas, de contradicciones y, además, un olvidable misterio. Cada significante lo representa y lo oblitera. Los versos, en Ashbery, no se sostienen en un yo, sino en un “suspiro”. El pronombre que representa al sujeto puede ser yo, pero también y a continuación, especialmente en los poemas largos, un tú, él o ella, nosotros o ellos. El poema es un coloso que habla, un soliloquio que destituye al yo unívoco. Cada pronombre es un escalón por donde un sujeto obliterado salta.
El poema avanza “como un mal cometa” o un vehículo de ruedas desparejas, bajo el impulso de un “sueño”. Avanza, por cierto, sin completar su sentido. Priva, al fin, de una explicación satisfactoria. El poema, y el poeta con él, se escabullen, se refugian en lo negro.
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