En Frantz (2016), filme de François Ozon que llega a las salas de México en el marco del 21 Tour de Cine Francés, se ensayan ideas sobre la autoría y la invención de los relatos. Su historia se desarrolla en las postrimerías de la Primera Guerra Mundial, en Alemania, donde una joven (Anna) recuerda a su prometido, víctima del conflicto bélico, llevándole flores a su tumba. No es la única que lo hace: un forastero francés (Adrien) también acude al cementerio. ¿Cuál es el motivo de sus misteriosas visitas? Ozon desarrolla una serie de respuestas a este cuestionamiento, desmintiendo, en la primera parte del filme, y confirmando, en un segundo movimiento, las verdaderas intenciones de los personajes.
Para la realización de Frantz el realizador se basó libremente en Broken Lullaby (1932), filme de Ernst Lubitsch sobre un soldado francés que le quitó la vida a un par alemán. Ozon retoma ciertos elementos de Lubitsch, específicamente su tratamiento del sentimiento de culpa de una sociedad que mandó a la guerra a sus jóvenes, y añade otros que enriquecen la historia a partir de un tratamiento ambiguo. En primera instancia Adrien ha ido al encuentro de la familia de Frantz, nombre del joven que perdió la vida, para comunicar su pena por la pérdida de su amigo. Se podría pensar que el objetivo de Ozon es mostrar la reconciliación entre franceses y alemanes (cuestión que sí atañe al filme, sobre todo en la decisión del director de tomar el punto de vista de los vencidos, a diferencia de la mayoría de las producciones francesas que tocan el tema) y hacer un alegato antibélico como el de Lubitsch, pero su interés va más allá de lo histórico.
Uno de los recursos formales, bastante notable en el desarrollo de la película, es la alternancia entre la fotografía en blanco y negro de la mayor parte del metraje y el uso del color, que evidencia lo que imaginan o construyen los personajes, lo que añaden al relato. Esta diferenciación visual encauza (y remata) el segundo momento de la película, donde Anna se convierte en la protagonista del filme. Es en París, a donde se traslada en busca de Adrien, donde descubre la verdadera vida de éste.
Aunque Frantz tiene puntos de contacto con la obra de Lubitsch, la aproximación de Ozon tiene rasgos del cine de Alfred Hitchcock, uno de los cineastas que mejor asimiló el “toque Lubitsch”, que consiste en crear significados a partir del vestuario, de miradas ambivalentes o de elipsis sugestivas sin necesidad de ofrecer explicaciones. Adrien es similar al personaje principal de El asesino de las rubias (1927), de Hitchcock: es estilizado al punto de ser femenino (lo que enfatiza la fantasía homoerótica entre Frantz y Adrien que sutilmente esboza Ozon en los flashbacks del filme, que funcionan como artilugio imaginativo más que como recuerdo) y carga con un sentimiento de culpa (disfrazado de sensibilidad), que se convierte en un aliciente poderoso para que la llama de Anna se encienda por él (como en la caso de la rubia del filme del británico), dando paso a la verdadera perversidad de la historia: la emancipación de la chica, que consiste en imaginar sus deseos, en manipularlos a través de la invención.
Hay una pregunta que recorre toda la película: ¿para qué mentir? “Tal vez nos ha hecho bien a todos”, dice Adrien a Anna para justificar sus actos. Este no es un terreno nuevo para Ozon, que con Swimming Pool (2003) planteó, en un tono apoyado en el deseo y la corporalidad, la idea autoral de un personaje que traza un recorrido, un relato, que será el itinerario del espectador durante la película, aunque éste no lo advierta a primera vista. Frantz es uno de los puntos más altos de la obra de Ozon –un director desigual al que se le puede reconocer que no sigue tendencias– , quien ha logrado, con una sobriedad inusual en su filmografía, transmitir la idea de la (re)elaboración como una forma de conquista de la autonomía.
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