miércoles, 6 de septiembre de 2017

Sin reducción de daños

¿Se puede hacer una película “bailable”? Al margen de su estupendo soundtrack, Atómica (2017), de David Leitch, es un film preocupado por el movimiento, no en el sentido de marear al espectador con la acción física, sino en el de pensar ese movimiento bajo las restricciones herméticas del ancho de pantalla, que siempre es un problema para la imaginación de los buenos cineastas. Aquí los ingredientes resultan simpáticos desde el comienzo: una estética retro-noir, que mezcla con igual vigor las licencias “pulp” en la línea de The Shadow (que tuvo hace varios años una simpática y colorinche versión cinematográfica a cargo del casi siempre despreciable Russell Mulcahy) con los neones chillones del animé y las tramas abstractas de Misión: Imposible (las películas). Rostros, armas, vehículos, geometrías. Atómica podría desvariar con esa mezcla, y de hecho, por momentos, lo hace, pero lo que la vuelve especialmente atractiva es la clase de tristeza seca, de juego grisáceo y lluvioso, que destila cualquier película de acción protagonizada por mujeres puestas a ocupar espacios y funciones predestinados al protagonismo masculino.

 

Charlize Theron es el agente secreto que viaja a Berlín en 1989, en los días previos a la caída del muro, para recuperar una lista de “dobles” que ha caído en malas manos y podría, claro, hacer pedazos esa entelequia llamada “paz mundial”. La tarea le requiere descifrar pistas inverosímiles, desconfiar de todos, correr, golpear y ser golpeada. La fisicidad no-digital de Atómica se agradece tanto como aquella que hizo grande a la saga de Jason Bourne, pero esta vez hay algo más: una ética de la agitación que nunca pierde de vista el hecho de que su objeto de acción es una mujer, y tanto los comentarios de la banda sonora –que marca la progresión dramática del film con una ejemplaridad de relojería– como el incienso secreto que emana la tremenda personalidad de Theron cuestionan cualquier posición feminista barata para apostar por una sorprendente musculatura tenue, más mental que física (lo que habla de resistencia y no de agresividad) y exhibida casi a pesar de su portadora.

 

Este filme musical y empalagoso, y su protagonista hermética y tristona, se parecen mucho a El largo beso del adiós (1996), de Renny Harlin, esa pequeña gran película en la que Geena Davis mataba gente para volver a saber quién era, y uno de cuyos afiches menos promocionados estaba virado totalmente hacia un tono azul-violáceo, como para recalcar, incluso en ese detalle, que estábamos en presencia de una historia sobre la tristeza de no saber cuál es nuestro lugar en el mundo. La rubia fatal encarnada por Theron se pasea por un mundo a punto de cambiar para siempre con un desencanto similar, pero los parecidos con la deriva de Davis son de fondo y no de forma, porque lo que en El largo beso del adiós (hermosa y chandleriana traducción posible del original The Long kiss goodnight) era árido y metálico, en Atómica está inflamado de luz y color; y lo que allí era fatalidad y depresión postraumática, aquí es sobriedad e ironía cool. En ambas hay, afortunadamente, una certeza y una pasión envidiables por retratar el desarme de una mitología a través de los ojos del sexo opuesto al dominante del género, aún cuando se parta de sus estereotipos. Atómica es (junto con aquel memorable filme escrito por Shane Black) otro verdadero intento por hacer de la mujer un objeto digno dentro de la lógica desquiciante del único género cinematográfico cuya esencia consiste en el desprecio por la reducción de daños, sean éstos materiales o sentimentales. Y eso no es poco en los tiempos que corren.

 

 



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