jueves, 4 de enero de 2018

Camino realmente importante

La calle de Brasil despierta en nosotros un gran interés al constituir el tramo inicial, si no el final, del Camino Real de Tierra Adentro. “Primer itinerario cultural en América”, asegura una placa junto al lucido templo de Pedro de Arrieta, diseñador asimismo del palacio inquisitorial, el cual recomendamos examinar de arriba abajo: un premio dar con el techo artesonado, o una conversación con el encargado del archivo. Esta ruta con cabo en la céntrica plaza dominica comprende cerca de dos mil quinientos kilómetros y es mundialmente conocida por haber permitido el transporte de la plata y demás riquezas de las minas del norte durante el período virreinal. No podría entenderse la historia española ni la estadounidense, mucho menos la propia, si no la tuviéramos en cuenta. Decidimos andarla unas cuadras y toparnos, lo primero, con el sólido caserón que fue de Leona Vicario, descendiente de la aristocracia acolhua y decana del periodismo mexicano que en una columna de El Federalista escribió que “no sólo el amor es el móvil de las acciones de las mujeres”, refiriéndose a su participación en el movimiento insurgente, no como acompañantes conyugales, sino auténticas luchadoras. Tendremos que abundar en ello una vez que recorramos el Museo de la Mujer, a la vuelta, en la otrora calle de las Moras.

Qué evocadora nuestra vieja nomenclatura urbana, y esto también lo pensamos en el callejón de Tenexpa, ahora de Ecuador y en el cual descubrimos una casa de unos cuatro siglos que, según se cree, perteneció a familiares de Moctezuma. No parece dañada después del último terremoto. Pero no nos saltemos Santa Catarina, sede de uno de los tres principales mercados que funcionaron en la capital en la segunda mitad del XVI. Esta plaza se halla afuera de la antigua traza (frente a la parroquia del mismo nombre, esta sí dañada) y aloja un curioso taller de restauración de arte, cadenas del famoso paseo decimonónico y un edificio con ajimez. Preciosas jacarandas acarician con su sombra a ciudadanos en situación de calle, vemos a uno aprovechando las fuentes para lavar su ropa. Estamos en el barrio de la Lagunilla, en donde aún hace pocas décadas se encharcaban los puestos y pies de los marchantes, varios incluso descalzos. La razón: el pequeño cuerpo de agua que en un antaño se formaba entre las islas de Tenochtitlan y Tlatelolco, divididas actualmente por el Eje 1 Norte, antes acequia de Tezontlale. Dice Marroqui que “el nombre es mexicano y significa tierra color del tezontle, nombre que comparado al de Tenexpa nos da idea clara de lo que fue aquel lugar”.

Aquí mero empieza Tepito, cuando Brasil se convierte en Peralvillo, ancha avenida arbolada que a juzgar por dos que tres construcciones (la más interesante la que hace esquina con Jaime Nunó, aunque también destaca la de la afiladuría) vivió tiempos de mayor grandeza. Un señor atendiendo una tienda en la Casa de la Campana opina que esto sigue siendo la Lagunilla. La fonda de al lado, Las Cazuelas, supone una opción menos costosa que El Correo Español, restaurante de cabrito con guacamole y tortillas de harina desde hará más de setenta años (originalmente fue cantina). Comedores que no probaron los virreyes que entraron por esta calle a la ciudad, ya listos para comenzar su mandato, costumbre que incluía una oración o misa en la iglesia de Santa Ana, patrona de los mineros. Los mexicas llamaron Atenantitech a este rumbo que acabó resultando bien importante para la Conquista por su proximidad con el caserío de Amaxac. En otra ocasión pormenorizaremos por qué, de momento nos limitamos a sugerir una visita al Museo Indígena, al interior de la exgarita milagrosamente conservada. Luego tal vez transitar por la Calzada Vallejo y contemplar el añoso vestigio de puente. Pero no más, que de verdad tememos que nuestro paseo no vaya a terminar nunca, como ya está pasando con estas apresuradas palabras. Que el lector camine más despacio, por favor, vale la pena.

Miércoles 3 de enero de 2018



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